Mientras el discurso de Lluvia resonaba, con su eco calculado, en el lujoso salón de eventos del hotel en Recoleta, un estruendo silencioso, pero devastador, comenzaba a sacudir los cimientos de Ferraioli Corp. Las llamadas no paraban de entrar en la oficina de Juan, una cacofonía de indignación, pánico y exigencias. Los periodistas, con sus voces insistentes, exigían declaraciones exclusivas; los socios, con tonos iracundos, clamaban por explicaciones urgentes; y los bancos, ya alertados por las primeras filtraciones de la prensa financiera, comenzaban a enviar notificaciones de congelamiento de cuentas y auditorías exhaustivas. El informe de la cuenta suiza, con sus millones de dólares ocultos y las pruebas irrefutables de años de lavado de dinero y evasión fiscal, había estallado como una bomba, dejando al descubierto la vasta red de corrupción que sostenía el imperio Ferraioli. Las primeras planas de los diarios digitales ya mostraban titulares incendiarios, y los noticieros de la tarde abrían sus emisiones con el tema, desatando un debate público furioso.
Juan, ajeno al drama personal que se desarrollaba en el hotel con Lluvia y Rodrigo, estaba sumergido en su propio infierno de descubrimiento. Rodeado de mapas mentales garabateados, recortes de periódicos amarillentos de décadas pasadas y fotografías desordenadas que cubrían cada superficie de su pequeño departamento en Almagro, la adrenalina y el insomnio lo mantenían despierto, su mente trabajando a mil por hora. Había estado investigando sin descanso durante meses, obsesionado con la sensación de que algo no encajaba en la historia oficial de la muerte de Camille y el meteórico ascenso de los Ferraioli. Las noticias de la filtración de la cuenta suiza, aunque impactantes y confirmando sus peores sospechas sobre la moral de su familia, no eran más que otra pieza en un rompecabezas mucho más grande que se había negado a ignorar. Con la pantalla de su laptop abierta, una noticia sobre la Empresa García llamó su atención. La imagen de Lluvia García, con su cabello cobrizo y su mirada gélida, le resultó inquietantemente familiar, una sensación de déjà vu que lo golpeó con fuerza. Era un rostro que había visto antes, pero... ¿dónde? ¿Cuándo?
De repente, una conexión fugaz, un recuerdo casi olvidado de una fotografía de la infancia de Camille, brilló en su mente, clara como un relámpago. Era una imagen difusa, sepia por el tiempo, guardada en lo más profundo de su memoria, pero la forma de los ojos, la curva de los labios al sonreír, la estructura ósea del rostro… No podía ser. Con manos temblorosas, que casi no lograba controlar, agarró un viejo álbum de fotos empolvado, que guardaba en un cajón olvidado de su escritorio. Lo abrió con desesperación, la tapa de cuero crujiendo. Allí estaba, una foto de Camille de niña, tomada en la playa, sonriendo con despreocupación, con su cabello oscuro desordenado por el viento salino. La comparó, con el corazón latiéndole en el pecho, con la foto de Lluvia en la pantalla de su laptop. Las facciones eran idénticas, a pesar del paso de los años, de la madurez forjada en el dolor y en el propósito. Una cicatriz diminuta sobre la ceja izquierda de Lluvia, que recordaba de una caída de niño, era la prueba irrefutable.
—No... no puede ser... —murmuró Juan, el aliento atrapado en su garganta, sus ojos fijos en las dos imágenes.
El último cabo suelto. La verdad lo golpeó con una fuerza abrumadora, haciendo que el mundo a su alrededor se desdibujara. Camille no estaba muerta. O, al menos, la mujer que se hacía llamar Lluvia García era ella. Era la misma persona. La mujer que había estado destruyendo a los Ferraioli, la arquitecta de su caída, era, de hecho, la que se creía víctima de ellos. La complejidad de la situación, la profundidad del engaño, la magnitud de la venganza lo golpeó como un rayo. Los Ferraioli la habían traicionado. La habían dado por muerta. Y ella había regresado para cobrar venganza. El dolor que había sentido por Camille durante tantos años, esa pena silenciosa que lo había acompañado, se transformó en una rabia helada, una indignación profunda hacia su propia familia, hacia los secretos que habían guardado. No hizo un movimiento final de inmediato, no llamó a nadie, no sabía a quién llamar. Pero la semilla del conocimiento ya estaba plantada, y germinaría en un torbellino de consecuencias incalculables. La verdad, aunque parcial, ya lo había alcanzado, y su mundo nunca volvería a ser el mismo.
Mientras tanto, en el opulento salón del hotel, después de su discurso cargado de advertencias veladas, Lluvia bajó del escenario, sintiendo una mezcla extraña de vacío y euforia. Los aplausos fueron más bien tenues, ahogados por el eco desafiante de las palabras de Rodrigo y la creciente incomodidad que se cernía sobre el salón. La atmósfera de celebración se había enrarecido, como si una nube oscura, cargada de secretos y resentimientos, se cerniera sobre el evento. El Jack Daniels había adormecido un poco sus nervios, pero la tensión, una compañera constante en su vida, continuaba, un zumbido bajo la superficie de su piel.
La música del DJ, que hasta ahora había sido elegante y discreta, con suaves melodías de jazz y lounge, cambió drásticamente a un beat más potente y electrónico, con sintetizadores vibrantes y bajos profundos. Las luces estroboscópicas comenzaron a parpadear, creando una atmósfera de club nocturno, sumergiendo a la multitud en un juego de sombras y destellos. La pista de baile se llenó rápidamente con los asistentes más jóvenes y audaces, liberados por el alcohol y la excitación de la noche. Lluvia, en un intento de disipar la energía residual de su discurso y de evitar las miradas inquisitivas que aún la seguían, se unió a un pequeño grupo de chicas que ya bailaban con entusiasmo, moviéndose al ritmo de la música. Entre ellas, deslumbrante en su vestido rojo que la hacía parecer una llama en la penumbra, estaba Tamara.