Ambición oscura

29

La resaca de la fiesta del hotel fue amarga y devastadora para los Ferraioli. La noticia de las cuentas suizas congeladas y los escándalos de lavado de dinero había saltado de los portales financieros a las primeras planas de todos los diarios nacionales, convirtiéndose en un tema de conversación incendiario. Los teléfonos de la mansión familiar no cesaban de sonar, con socios indignados, banqueros exigiendo explicaciones y amigos de la familia llamando con una mezcla de curiosidad malsana y falsa preocupación. El apellido, antes sinónimo de poder y respeto, ahora era un sinónimo de corrupción y vergüenza.

Las tensiones internas en la familia, que siempre habían sido subterráneas y cuidadosamente disimuladas bajo una fachada de unidad inquebrantable, estallaron con una violencia contenida. La sala principal de la mansión, habitualmente un espacio de calma ostentosa, se había convertido en un campo de batalla verbal. El patriarca, Don Daniel Ferraioli, un hombre de ochenta años con el cabello ralo y un semblante antes autoritario, ahora lucía demacrado, su piel más pálida y sus manos temblorosas. Intentaba mantener el control, pero su voz, antes un trueno, era ahora un débil murmullo.

—¡¿Cómo pudimos llegar a esto?! —gritó la esposa de Don Daniel, una mujer de cincuenta años con una cabellera rubia impecablemente peinada y un vestido de seda que delataba su estatus social. Sus ojos, enrojecidos, se posaron en Rodrigo con una furia desatada—. ¡Tú, Rodrigo! ¡Siempre en tus negocios turbios! ¡Sabía que nos arrastrarías a la ruina con tus ambiciones desmedidas!

Rodrigo, quien apenas había dormido, se había encerrado en sí mismo, su comportamiento cada vez más errático. El beso de Lluvia y Tamara se había grabado a fuego en su mente, la humillación pública, la indiferencia de Lluvia y su aparente conexión con Tamara, lo había llevado al límite. No respondió a su madre, su mirada perdida en algún punto invisible. Su camisa, aún la del día anterior, estaba arrugada, y su cabello, generalmente peinado con esmero, caía sobre su frente. El brillo en sus ojos no era ya el de la arrogancia, sino el de un hombre acorralado por sus demonios.

Camilo, el que era como un hermano menor, un joven de veintitantos, con un rostro más fresco pero ahora marcado por la preocupación, intentaba mediar, pero sus palabras se perdían en la vorágine de acusaciones.

—¡Por favor, cálmense! Esto no ayuda en nada. Necesitamos un plan, no más peleas.

Pero Juan, sentado en un sillón apartado, con el rostro pálido y los ojos inyectados en sangre por el insomnio y el peso de su reciente descubrimiento, observaba el circo de su familia con un frío desapego. La verdad sobre Camille, la identidad de Lluvia, y la oscura conexión con Emiliano, lo había transformado. Ya no era un espectador pasivo. La ira hacia su familia, por el engaño y el dolor que le habían causado, se mezclaba con una sensación de terror por la red en la que Lluvia parecía estar envuelta. No había pronunciado una palabra desde que las noticias explotaron, observando la implosión familiar. Sentía la necesidad de actuar, de exponer la verdad completa, no solo la de los Ferraioli, sino la de Lluvia también.

Las discusiones y acusaciones internas revelaban profundas fisuras en la unidad familiar. Cada uno culpaba al otro, sacando a la luz viejas rencillas, resentimientos largamente guardados y secretos menores que ahora parecían gigantescos ante la magnitud del escándalo. Los abogados de la familia, visiblemente nerviosos, intentaban sin éxito poner orden, pero el barco se estaba hundiendo rápidamente.

Mientras la familia Ferraioli se desintegraba en el caos, Lluvia y Emiliano observaban el espectáculo desde la distancia, con una mezcla de satisfacción y una fría determinación. Para ellos, cada grito, cada acusación, cada titular negativo, era una victoria.

—La información de Tamara ha sido letal —comentó Emiliano, sentado en su oficina, con Lluvia a su lado. Su voz era tranquila, casi complaciente—. Los ha golpeado donde más les duele: su reputación y su riqueza. Sus aliados los están abandonando, uno por uno. El miedo es contagioso.

Lluvia, con la mirada fija en un reporte en su tableta, asintió.

—Rodrigo está completamente inestable. Su comportamiento errático solo acelera su caída. Los celos lo están cegando, haciéndolo cometer errores públicos. Es un peón fácil de manipular ahora.

La información que Tamara continuaba enviando, filtrada estratégicamente a ciertos medios y organismos, profundizaba el caos, añadiendo nuevas capas de sospecha y pruebas irrefutables sobre las ramificaciones de los negocios ilícitos de los Ferraioli. Los bancos se apresuraban a cortar lazos, las empresas asociadas retiraban sus inversiones y el valor de las acciones de Ferraioli Corp. se desplomaba sin control.

Emiliano sonrió, una sombra de algo parecido a la crueldad en sus ojos.

—Justo como lo planeamos. Las divisiones internas son el arma más potente. Los Ferraioli se están destruyendo a sí mismos. Nosotros solo les hemos dado el empujón final. Es la implosión controlada de un imperio. Y el dolor de su caída, Lluvia, es apenas el comienzo de lo que merecen.

Las noticias de las crecientes divisiones en la familia Ferraioli, sus públicas disputas y el comportamiento cada vez más errático de Rodrigo, se sumaban a los escándalos empresariales, debilitando aún más la empresa desde adentro. El árbol Ferraioli se estaba cayendo, y la serpiente, invisible y letal, se deslizaba por sus ramas, acelerando su inevitable derrumbe.

Todo estaba saliendo a la perfección para muchos y un caos para otros. Todo dependía del lugar en donde uno se posicionaba para ver la partida o jugar en ella.

En la fría quietud de su penthouse, el anciano titiritero observaba el caos de los Ferraioli. La ira de nueva reina Ferraioli, la desesperación de Don Daniel, el colapso de Rodrigo y el silencio de Juan. Cada una de sus reacciones era una nota perfecta en la sinfonía de la destrucción que había orquestado.



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En el texto hay: mafia, venganza, dolor

Editado: 30.05.2025

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