La noche porteña se cernía sobre Buenos Aires, una manta de terciopelo oscuro salpicada por el brillo indiferente de las luces de la ciudad. Pero en las sombras de la mansión Ferraioli, la oscuridad era más profunda, densa con el hedor de la desesperación y la putrefacción moral. El golpe maestro de Lluvia y Emiliano había impactado con una fuerza sísmica, dejando al descubierto la extensa red de corrupción que sostenía a la familia. Los titulares gritaban la bancarrota moral y financiera, sus nombres arrastrados por el fango de las redes de contrabando y trata de personas. La empresa Ferraioli, el otrora impenetrable bastión de poder, se tambaleaba al borde del colapso, una ruina humeante que se alzaba como un monumento a su propia codicia.
Rodrigo, con la verdad al alcance de la mano, era un hombre al borde del abismo. Su mente, ya rota por la ira y el engaño, se aferraba a la única certeza que le quedaba: la traición. Sus ojos, inyectados en sangre, reflejaban una locura incipiente, una furia animal que lo consumía. Juan, en su departamento en Almagro, sentía el peso de lo que había descubierto, una carga abrumadora que lo paralizaba. Su silencio era una bomba de tiempo, cada segundo un tic-tac hacia la explosión. Y en algún lugar, la nueva misión de Micaela se tejía en la intrincada telaraña de Gabriel Ferraioli, un hilo más en un diseño macabro.
Pero los Ferraioli no eran ratas acorraladas que se rendirían sin luchar. Su estirpe, marcada por la crueldad y la supervivencia, les había enseñado a morder hasta el último aliento. La desesperación los había transformado en bestias acorraladas, capaces de cualquier brutalidad imaginable. Don Daniel, el patriarca, con el rostro cadavérico y los ojos inyectados en sangre, había activado viejos contactos, hombres con las manos manchadas y una lealtad forjada en el miedo y el dinero. La noche siguiente al desastre mediático, el aire en la ciudad se cargó de una tensión palpable, el presagio de una tormenta inminente.
Lluvia, en la quietud de su elegante departamento en Puerto Madero, sentía la fatiga como una losa gélida sobre sus hombros. Los mareos y las náuseas, lejos de disiparse, eran más frecuentes, y una extraña sensación de premonición la invadía. Cada fibra de su ser le gritaba que algo terrible estaba a punto de suceder. Había hablado con Emiliano, quien le había asegurado que estaban preparados para cualquier represalia, que sus defensas eran impenetrables. Pero la realidad era que nadie estaba completamente listo para la brutalidad que se avecinaba. Lluvia se sentía agotada, el constante estado de alerta y la escalada de violencia la estaban deshumanizando. Su cuerpo, sin embargo, le enviaba señales confusas, como si un nuevo misterio se gestara en su interior, un misterio que no podía, o no quería, descifrar.
El infierno se desató al caer la noche. El primero en sentir la brutalidad de la contraofensiva Ferraioli fue Emiliano. Mientras salía de su oficina, las luces de la calle se reflejaban en la brillante carrocería de un auto de lujo blindado que se detuvo bruscamente a su lado. Hombres armados, figuras imponentes con los rostros cubiertos por pasamontañas negros, saltaron del vehículo con una eficiencia aterradora. No hubo tiempo para gritar, para reaccionar, para defenderse. Un golpe seco y Emiliano fue arrastrado al interior del auto que arrancó a toda velocidad, desapareciendo en la oscuridad de la noche porteña. Su paradero se convirtió en un misterio aterrador, un silencio que gritaba peligro.
La mansión Ferraioli, mientras tanto, se había convertido en un bastión sitiado por la paranoia. Rodrigo, sintiendo que la verdad estaba a punto de ser revelada y que la traición se gestaba en sus propias narices, había redoblado la vigilancia sobre todos los que se movían a su alrededor. La situación de Tamara se volvió insostenible, cada sombra, cada susurro, la hacía saltar. En un intento desesperado por eliminarla antes de que filtrara más información o se convirtiera en un testimonio vital, hombres armados, leales a los Ferraioli, irrumpieron en el departamento de Tamara. Ella, advertida por un mensaje críptico de Emiliano enviado en sus últimos segundos de libertad, apenas logró escapar. Corrió por su vida en la oscuridad de la noche, su corazón martilleando en su pecho, perseguida por la sombra implacable de la familia Ferraioli, una sombra que ahora se había vuelto mortal. La acción era implacable, y el riesgo, innegable.
La culminación de la ofensiva se dirigió hacia Lluvia. En su departamento, el sonido de la puerta siendo derribada con un estruendo metálico la sobresaltó. Eran los hombres de los Ferraioli, enviados para silenciarla, para apagar la llama de su venganza de una vez por todas. El plan se había convertido en una lucha por la supervivencia, una batalla brutal por su propia vida. Lluvia, agotada por la escalada de violencia y el peso moral de su venganza, se defendió con una ferocidad inesperada, utilizando el entrenamiento de defensa personal que Emiliano le había inculcado. Rompió una lámpara de pie, usando los cristales afilados como arma improvisada. Lanzó objetos pesados para desorientarlos, pateó con una fuerza desesperada. La balacera estalló en el interior de su lujoso departamento, un infierno de sonido y destrucción.
Cristales volaban por todas partes, los muebles se destrozaban con cada impacto de bala. Lluvia, con la adrenalina corriendo por sus venas, logró tomar una de las armas que un asaltante había dejado caer. Disparó con una precisión desesperada, derribando a dos de ellos con ráfagas certeras. Pero eran demasiados. La violencia era abrumadora, una marea imparable. Un disparo le rozó el brazo, quemándole la piel, dejándole una dolorosa quemadura. Otro impactó en su hombro, provocándole un dolor agudo y un grito ahogado. Cayó al suelo, sintiendo el ardor y la sangre caliente que manchaba su ropa de seda, extendiéndose como una flor oscura. La desesperación la invadió, una sensación de absoluta vulnerabilidad. Se sentía atrapada, el fin de todo estaba cerca.