Ambición oscura

38

Lluvia, en su lecho de convalecencia en el hospital, sentía el vacío de su venganza, el amargo sabor de una victoria que no traía la paz, mientras los síntomas de su cuerpo, ignorados hasta ahora con una obstinación casi ciega, se acentuaban con una insistencia innegable, tejiendo una nueva e inquietante trama en su propia existencia.

La noche que siguió al disparo en el parque fue un presagio del clímax inminente. Emiliano, recuperado de su secuestro y más decidido que nunca, su rostro aún magullado pero sus ojos brillando con una resolución férrea, se había reunido con Ciro, el enigmático y siempre impasible ejecutor de Gabriel Ferraioli. La conversación fue tensa, concisa, una negociación silenciosa entre dos lobos con intereses compartidos, un pacto sellado en la oscuridad.

—Rodrigo Ferraioli es una amenaza latente —sentenció Emiliano, su voz grave y sin rodeos, cortando el aire como un cuchillo—. Está desquiciado. No descansará hasta terminar lo que empezó. Para proteger a Lluvia y asegurar que el plan se cierre sin más cabos sueltos, necesito tus servicios. Necesito que Rodrigo desaparezca. Definitivamente.

Ciro lo observó con su mirada inexpresiva, como un pozo sin fondo.

—Un trabajo delicado —musitó, su voz apenas un murmullo—. Los Ferraioli están en el punto de mira de la prensa, y un incidente ahora sería demasiado obvio, un escándalo más que no queremos que nos salpique.

—No lo será si se ve como un accidente —replicó Emiliano, con una frialdad glacial que no admitía réplicas—. Necesito que no quede ni un rastro de duda. Que su fin sea producto de su propia locura y de la mala fortuna que ahora los persigue. Que el mundo crea que ha sido su imprudencia la que lo ha consumido.

Ciro asintió lentamente, una casi imperceptible flexión de cabeza. La propuesta no lo sorprendía; era el curso lógico de los acontecimientos, la inevitable consecuencia de la brutalidad desatada por los Ferraioli. Se comunicó con Gabriel Ferraioli, informándole de la petición de Emiliano. La respuesta de Gabriel fue un críptico asentimiento, una sonrisa que Ciro no pudo ver, pero que imaginó en el rostro de su jefe. El titiritero había movido su última pieza, y el desenlace era inminente.

La noche siguiente, un torrencial aguacero azotaba la ciudad, cubriendo las calles con un manto resbaladizo de agua y asfalto brillante. La lluvia caía con furia, un telón que ocultaba los actos oscuros. Rodrigo Ferraioli, con el rostro demacrado, los ojos hundidos y el alma corroída por la ira y el resentimiento, manejaba su auto deportivo de alta gama a una velocidad temeraria por las calles empapadas, su mente un remolino de paranoia y un odio descontrolado. Había perdido todo: su fortuna, su apellido, su cordura. Solo le quedaba un objetivo que lo mantenía aferrado a la vida: la venganza contra Camille. En una calle poco transitada, en un cruce semafórico apenas iluminado por la débil luz de un farol parpadeante, el destino tejió su cruel final. Un camión de gran tamaño, con el logo desdibujado de una empresa de construcción local, que aparentemente había "perdido el control" en la lluvia torrencial, se lo llevó puesto con una fuerza brutal e ineludible. El impacto fue devastador, un sonido de metal retorcido y cristales estallando, una explosión ensordecedora que resonó en la noche. El camión, su misión cumplida, se dio a la fuga en la oscuridad de la tormenta, desapareciendo sin dejar rastro. Rodrigo, atrapado entre los restos irreconocibles de su auto, su cuerpo destrozado y sangrando, quedó en estado crítico, su vida pendiendo de un hilo tan delgado como la niebla. Fue trasladado de urgencia a un hospital, su "accidente" fatal reportado de inmediato, acaparando los titulares de la mañana, un cierre trágico a la saga Ferraioli.

En medio del caos mediático que se desató con la noticia del "accidente" de Rodrigo, Lluvia y Emiliano lograron escapar del hospital, dejando atrás el departamento destrozado y el centro médico. Se refugiaron en una casa de seguridad discreta en las afueras de la ciudad, un lugar tranquilo y apartado, donde el silencio era solo interrumpido por el canto de los pájaros, lejos de la vorágine mediática y de las sombras de su pasado. Lluvia, aún con la herida superficial en su frente, se sentía agotada, vacía, como si una parte de su alma se hubiera drenado. La imagen de Rodrigo, su rostro demacrado por el odio y la locura, su cuerpo destrozado en el auto, la atormentaba en sus pesadillas, una visión recurrente que le robaba el aliento. A pesar de todo el dolor que él le había causado, verlo tan cerca de la muerte, tan humillado, la confrontaba con la brutalidad intrínseca de su propia venganza. La victoria se sentía amarga, teñida de una oscuridad que no había previsto. La paz, esa paz que había anhelado durante tanto tiempo, seguía siendo un espejismo inalcanzable, una promesa rota.

Emiliano, percibiendo su angustia, la abrazó con fuerza, intentando envolverla en la calidez de sus brazos. Quería protegerla de esa última imagen, de esa última pizca de culpa que la carcomía. Acarició su cabello, susurrando palabras tranquilizadoras.
—Rodrigo ya no es una amenaza, Lluvia —advirtió, su voz suave y cargada de una ternura que contrastaba con su usual frialdad, pero también con una firmeza inquebrantable—. Rodrigo... a Rodrigo le ha pasado algo terrible. Él ya no podrá lastimarte. Ni a ti, ni a nadie más. Fue erradicado por completo. Tuvo un accidente horrible...

Era una mentira. Una piadosa falsedad. Emiliano sabía que la mente de Lluvia estaba al borde del colapso emocional, y necesitaba aferrarse a algo, a la idea de que su principal verdugo había sido neutralizado por completo, que el ciclo de violencia había terminado.

Lluvia, al borde del colapso emocional y físico, se aferró a esta mentira como un náufrago a un trozo de madera en medio de un océano embravecido. Quería creer que era el fin, el final de la pesadilla que la había perseguido durante años. Quería desesperadamente la paz. Pero mientras las palabras de Emiliano flotaban en el aire, como pétalos dispersos por el viento, una creciente certeza comenzó a invadirla, eclipsando el dolor, la fatiga y la confusión. Los mareos, las náuseas matutinas que ya no eran solo matutinas, la aversión inexplicable a ciertos olores que antes le agradaban, el cansancio abrumador que no se disipaba con el descanso... todo encajaba con una precisión escalofriante. Una ola de asombro, mezclada con un terror sordo y una profunda melancolía, la invadió. Su mano, casi por inercia, se posó instintivamente sobre su vientre, plano aún, pero que ya sentía distinto. No era estrés. No era la venganza consumiéndola. Era vida. Una nueva vida. Lluvia estaba embarazada. La cruel ironía de la situación, el resurgimiento de una nueva vida en medio de la muerte y la destrucción de su pasado, la dejó sin aliento, con los ojos llenos de lágrimas que no sabía si eran de alegría o de desesperación. La venganza había terminado, pero una nueva y abrumadora misión, una que la ataría a la vida de una forma que nunca había imaginado, acababa de comenzar. El futuro, antes oscuro y determinado por el odio, ahora se presentaba como un lienzo en blanco, lleno de incertidumbre y la promesa de una vida que dependía de ella.



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En el texto hay: mafia, venganza, dolor

Editado: 30.05.2025

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