—Tranquila, estoy aquí y esta vez no te dejaré sola —sonó casi como una promesa.
Esa frase no dejó de repetirse en mi mente durante el resto del día. Después de la biblioteca, no volví a ver a Axton. Solo esperaba que mi madre no empezara a sospechar de él.
—Elizabeth, come antes de que se enfríe —me regañó.
Mis padres hicieron una pausa en su conversación sobre asuntos de trabajo al notar que mi plato seguía casi intacto. Volvíamos a los viejos tiempos, justo antes de que me enviaran a casa de mi tía Kristen.
—Claro —susurré.
Y así terminaron los dos minutos de atención que me dedicaron.
Lo mejor era terminar la cena y marcharme a mi habitación. Pero las cosas no salieron como pensaba. Mi padre pidió al personal que trajeran el postre: tarta de moras, una receta de la abuela Hurd. No la había probado en años.
Mi intuición me decía que mi padre estaba a punto de pedirme algo… o de anunciar una noticia importante. La tarta solo servía para endulzar el momento.
Cuando el personal se retiró a la cocina, mi padre empezó a servir las porciones.
—¿Quieres un trozo grande o pequeño? —preguntó.
—Pequeño, por favor —tenía curiosidad por saber si habían seguido la receta de mi abuela.
Mi madre se aclaró la garganta. La miré fugazmente.
—Deberías comer con moderación —dijo, con esa mirada de desaprobación que conocía tan bien.
—Un trozo no le hace daño a nadie —intervino mi padre, tomando la mano de mi madre—. Sé que te preocupas por ella.
Al parecer, alguien había estado hablando a mis espaldas. Mi madre lo insinuó en mi última visita al médico.
Mi madre suspiró, pero no dijo nada más.
Tomé el tenedor y pinché un pequeño trozo de tarta. Apenas lo probé, el sabor me transportó a la infancia: tardes en la cocina de la abuela Hurd, el aroma a moras frescas mezclado con azúcar y harina, sus manos arrugadas amasando con paciencia infinita. Era igual que la recordaba.
—¿Está bien? —preguntó mi padre con una sonrisa leve.
Asentí, aún saboreando el bocado.
—Sí… sabe igual que la de la abuela.
Mi madre entrelazó los dedos sobre la mesa y me observó con una expresión indescifrable.
—Elizabeth —dijo finalmente mi padre—, hay algo de lo que queremos hablar contigo.
Lo supe en el instante en que lo dijo. a tarta no era solo una coincidencia.
Dejé el tenedor sobre el plato y los miré a ambos, esperando.
—Este fin de semana vendrán William y su familia a almorzar —soltó mi madre, sin rodeos.
Su tono era casual, pero yo la conocía demasiado bien. No era una simple reunión familiar.
Sentí una punzada de irritación.
—¿Por qué? —pregunté, intentando mantener mi voz serena—. ¿Desde cuándo hacemos almuerzos con los Rowe?
Fingí desinterés, pero mi madre no se dejó engañar. Me dedicó una mirada de advertencia.
—Siempre hemos tenido una relación cercana con ellos —respondió con calma—. Además, es una oportunidad para agradecerle a Grace por haberte cuidado.
Ahí estaba. La verdadera intención.
—Tú y William no se han visto en una semana —añadió mi padre.
Apreté los labios y desvié la mirada. No entendía a mis padres. Fueron ellos quienes me sacaron de casa de William, y mi madre dejó claro que no quería oír hablar de un compromiso entre nosotros.
Agradecía a Grace por acogerme mientras me recuperaba, pero nunca podría olvidar que fue ella quien me dio esos fármacos para bloquear mis recuerdos. Si no fuera porque el médico encontró algo extraño en mis análisis, quizá aún seguiría en la oscuridad.
William y yo habíamos terminado. Éramos amigos. Solo eso. Pero aún no estaba lista para verlo. No cuando mi prioridad era otra.
Tenía que averiguar dónde estaban mis hijas.
Y para lograrlo, necesitaba mantener la paz con mi madre.
—No creo que haga falta un almuerzo para eso —murmuré.
—Elizabeth… —Mi madre suspiró, exasperada—. No empieces.
Mi padre permaneció en silencio, con la vista fija en su taza de café. Sabía que no se interpondría en la conversación.
—Solo te pedimos que seas amable —continuó ella—. Es un almuerzo en familia, nada más.
Nada más.
Mentira.
Sabía perfectamente lo que estaba haciendo. Quería forzar algo que yo no estaba dispuesta a aceptar.
Respiré hondo y esbocé una sonrisa que no llegó a mis ojos.
—Claro —respondí con fingida dulzura—. Será un almuerzo encantador.
Tomé otro bocado de tarta, ignorando la forma en que mi madre me observaba, como si intentara descifrar lo que pasaba por mi cabeza.
Si ella quería jugar a esto, entonces yo también podría hacerlo.
No entendía a mi madre. Hace una semana, no quería que estuviera cerca de William ni de Cayden; por eso, me tenía en casa, vigilada.
La última vez que mencionó a Cayden fue para decir que tenía un futuro prometedor. Pero no lo decía por él, sino por su familia, que tenía negocios en la ciudad. Ellos podrían invertir en las empresas de mi familia. Bueno, también estaba la familia de William, salvo por un pequeño detalle: el padre de mis hijas era Cayden.
No quería que mi madre aprovechara su repentino entusiasmo por Cayden solo para hacerle daño.
Lucas Stone, el jefe de escoltas bajo las órdenes de mis padres, fue quien me encontró en la cabaña de los abuelos de Cayden. Estaba convencida de que él había sido quien les avisó esta vez sobre el regreso de Cayden a la ciudad. Lo que mis padres y William no sabían era que había visto a Cayden en secreto. Eso iba a permanecer así.
No podía quitarme la sensación de que mi madre estaba planeando algo. Su actitud había cambiado demasiado rápido, y cuando ella cambiaba de parecer tan fácilmente, significaba que había un propósito oculto detrás.
Mi madre entró en mi habitación sin molestarse en tocar la puerta.
— Mamá, ¿qué estás haciendo aquí? – pregunté, tratando de ocultar mi ansiedad mientras ella cerraba la puerta con un chasquido.