Lucian Hamilton
—¿Foster dice que fue un accidente provocado? —exijo saber por el alta voz del teléfono de Michael.
—Es lo que los forenses piensan que paso —responde una más que frustrada Isabella.
—¿Por qué lo piensan?
—Aparentemente, los frenos del auto estaban cortados con tijeras.
—¿Aparentemente? ¿Significa que no es seguro?
—Rectifico —dice, con un leve sarcasmo en su tono—. Los frenos del auto estaban muy cortados, ¿feliz?
—¿Quién podría hacerlo? Los terrenos de la casa son una fortaleza prácticamente, el bosque está bien cercado, tengo guardias vigilando las puertas, sistema de vigilancia, siempre sabemos quién entra y quién sale de Paradise Hamilton. ¿Qué pudo salir mal esa noche? —pregunto, mirando a Michael, necesito una explicación lógica.
—No lo sé —dice Isabella—, pero quien sea que haya sido capaz de hacer eso no tendría idea alguna de cuales serian sus límites.
No quiero ni pensar en ello solo porque las implicaciones de sus palabras me volverían loco. Pero tampoco puedo ignorar que había alguien que corto los frenos de mi auto y que mato a mi esposa, lastimo a mis hijas y casi mata a mi hijo.
—Michael —me mira a los ojos—, necesito que revises el sistema de vigilancia y veas todas las grabaciones de todas las entradas a la mansión, el garaje y básicamente quiero que me digas quien ha respirado cerca de la mansión y sus terrenos, incluyendo el bosque Genova...
—Pero señor —interrumpe, algo que casi nunca hace—, sabe de las complicaciones que tuvimos al construir la mansión en ese terreno, no creo que la alcaldía apruebe...
—No me interesa la alcaldía o lo que el alcalde Andrews tenga que decir acerca de cualquier cosa que suceda en las proximidades de mi terreno —corto, cerrando mis manos en puños—. ¡Se trata de mi familia, Mich!
No se atreve a poner ninguna excusa luego de eso. Hasta Isabella, al otro lado de la línea y seguramente conduciendo, calla un minuto antes de continuar hablando.
—Debo irme —suspira—, deje a Ana con Leah en la mansión.
—Cuídala, Bella —le ruego, antes de colgar el teléfono.
Michael guarda su teléfono y abre la boca un par de veces, dudando sobre que decir hasta que finalmente se decide y dice en tono apagado:
—No creo que el ataque vaya contra sus hijas, señor Hamilton.
—¡¿Qué no lo crees?! —exclame con sarcasmo—. Mataron a mi esposa, Michael.
Cada vez que lo recuerdo, cada que lo digo en voz alta, es como si se hiciera mas real y un dolor agudo se instala en mi pecho. Masajeo un poco la zona mientras Michael se explica, sin perder el tono tranquilo.
—Señor, nadie sabía que la señora o que las niñas saldrían con usted esa noche —explica pausadamente—. El alumbramiento del niño nos tomo por sorpresa a todos, nadie estaba preparado para eso. Si hubieran querido hacerle algo a su esposa pudieron haber cortado los frenos de su auto y las niñas no tienen tanta protección dentro del instituto como en los terrenos de la mansión.
—¿Qué me estas diciendo, Michael? —pregunto, aunque tengo una idea bastante clara de a donde quiere llegar.
—Quiero decir —su voz es tranquila y habla lento, sopesando las palabras antes de pronunciarlas—, que hay una gran posibilidad de que ese ataque no estuviera dirigido a las niñas o a la señora, si no directamente a usted.
Leah Hamilton
—Entonces —dice Isabella, dejando sus cubiertos a ambos lados del plato vacío—, ¿qué hicieron anoche después de que me fui?
—Nada fuera de lo común —responde Ana, jugando con un racimo de uvas entre sus dedos—, comimos un poco, hicimos vandalismo en una iglesia y luego de tener sexo salvaje y despedir a los chicos, fuimos a dormir. ¡Oh! Y pedimos pizza —agrega, como quien no quiere la cosa.
—Ana —regaña Isabella.
—Nada, solo comimos y fuimos a dormir —aseguro, metiéndome un pedazo de huevo frito a la boca.
Ana pone los ojos en blanco y sigue comiendo su avena mientras Isabella, un poco más tranquila, se dedica a trocear pedazos de pan y bañarlos en chocolate para luego comérselos lentamente, disfrutando de cada bocado.
Luego de despertar, limpiarme los dientes y darme un baño, Ana me llamo para ir a desayunar en el comedor junto a Isabella, que había llegado muy tarde en la noche. El chef de la mansión se ha encargado de preparar un ligero desayuno como regalo de bienvenida para mí. Se queja constantemente de que la comida del hospital es un asco y que debo comer mejor para recuperar mis papilas de ese maltrato, por lo que, luego de servirme un plato de huevos fritos, tocino y salchichas junto con un jugo de naranjas recién exprimidas, promete hacer una gran cena para la noche.
—Por cierto —dice Isabella, recordando algo de repente—. Leah, debes volver a la escuela al igual que a las clases privadas.
—¡Noooo! —exclama Ana con horror, dejando de lado las uvas y la avena (hace horas que no se decide por una sola y solo come de las dos o juega con cualquiera por un rato), como si fuera ella la que tendría que sufrir eso— ¿Por qué?
—Porque Leah ya ha perdido suficientes clases y es hora de que se reintegre a todas sus clases normales —explica tranquilamente Isabella.
—Eso es absurdo —bufa Ana, cruzando sus brazos sobre su pecho y dejándose caer en el respaldo de la silla—, recién llega y ya quieres mandarla a una cárcel privada —la acusa, señalándome con un gesto de su mano.
—Ana —vuelve a regañar Isabella.
La aludida resopla con fuerza y se dedica a mirar con rabia su tazón con un poco de avena, junto al plato con semillas de uva.
—¿Cuándo debo ir a el instituto? —pregunta, conteniendo mis ganas de reír por la cara de fastidio que tiene Ana.
No puede ser tan malo como para hacer tanto alboroto, ¿verdad?