Amnesia

13

Ana Dominé

—¡Ana Marie Dominé! —dice con molestia la voz de mi madre, del otro lado de la mesa.

—¿Isabella Marcia Musett? —pregunto, saliendo de mis divagaciones.

—Te decía que si puedes ir por Clare y Lucian mañana al hospital —No me lo esta pidiendo, es una exigencia.

—Claro —acepto— ¿Donde estarás tú, si se puede saber?

—Recién se los dije —dice, cortando un trozo de carne de su plato—. Tengo una reunión en Hamilton Company con uno de los socios de Lucían.

—¿Una gran inversión?—inquiero, fingiendo interés.

—Un buen gasto por su parte —resta importancia. Sus ojos inquisitivos se paran en mi rostro y sé que estoy perdida—. ¿Que te pasa?

Todo.

—Nada —miento descaradamente, fijando mi vista en mi plato—. ¿Que pasa con la abuela Anastasia? —pregunto, aunque no me interesa, solo para cambiar el tema y alejarlo de mi.

—Esta en Londres aun, piensa que el cielo no esta de humor para que ella viaje en avión. Como si el cielo en Londres estuviera en algún momento de humor —pone los ojos en blanco.

—Cierto —murmuro.

Leah pregunta otra cosa y tengo la excusa perfecta para volver a internarme en mis pensamientos. Mas concertadamente, en la llamada de esta tarde.

James Hidalgo, el hombre que contrate hace ya dos semanas, ha hecho acto de presencia.

Me reporto sobre sus fuentes que afirman que mis padres son extranjeros, posiblemente americanos o ingleses, pero definitivamente no franceses, como siempre había creído. También me hablo de una fuente alterna que le informo sobre un Dominé que poseía la edad apropiada para ser mi padre, pero que nunca estuvo casado en Francia; lo que significa que existe un cincuenta por ciento de probabilidades de que este hombre sea mi padre y otra probabilidad de que la investigación tuviese que expandirse por el mundo.

La segunda opción necesita el conocimiento de la rubia que come ensalada y carne de res, a unas sillas de distancia y esto, ciertamente, me aterra.

—¿A donde vas? —indaga Isabella, dejado el tenedor en la mesa.

—A mi habitación, por supuesto —contesto, ocultando mi desanimo.

—¿No terminaras tu cena? —pregunta ahora con preocupación. Yo no soy de las que dejan la cena a la mitad.

—No tengo apetito —me excuso—. Tengo fatiga —agrego, para hacerlo más creíble.

—Mandare a Melisa con algo para eso en un rato —dice mi madre, sabe que no hay manera de hacerme comer si tengo fatiga.

—Perfecto —No me importa.

Salgo del comedor a la carrera para que nadie descubra mi farsa y subo las escaleras de caracol que estaban en la sala, aunque normalmente las evitaba, no tengo muy claro porque siempre prefiero tomar el camino largo desde el recibidor hasta mi habitación en vez de usar este atajo, pero siempre lo mantuve como costumbre.

Al llegar a mi habitación, cierro la puerta con llave y me dejo caer en la silla frente al escritorio bajo la ventana. Mi habitación no es nada parecida a la de Leah y Clare. Donde la habitación de Clare tiene rosado claro, el mio tiene verde esmeralda; como mi cobertor, la diferencia es que mis sabanas eran blancas, pero algunos cojines decorativos sobre ella tienen estampado militar para variar un poco. Los muebles son blancos y mis lamparas, doradas, que en vez de estar encima de las mesitas de noche francesas estaban incrustas en las paredes y de un estilo del siglo XIX, son el mejor tesoro que pude encontrar en una tienda vintage, que estaba por cerrar.

Clarisa se enamoro de las lamparas y, al ver que se veían tan solas en mi habitación, me llevo a otra tienda vintage por un candelabro verde y dorado que hoy en día cuelga del techo con los cristales verdes reluciendo por el sol que entra desde la ventana. Me quedo un rato observándolo antes de pensar en lo idiota que debo parecer (y en lo idiota que me siento) y levantarme de mi asiento.

Es solo una investigación.

Isabela me apoyara en cualquier cosa.

Es mi madre, ella prometió siempre cuidarme y apoyarme en lo que quisiera y nunca ha faltado a su palabra. JAMAS. Desde el momento en que me saco del orfanato hasta ahora nunca me ha fallado ni a permitido que me rinda en nada que quiera hacer, entonces, ¿por que se me dificulta tanto decirle esto?

Tal vez tengas miedo, murmura una voz en mi oreja. Estoy sola en mi habitación y me niego a creer en la existencia de ratones parlantes (como en Cenicienta) o en fantasmas que dan consejos, así que debe tratarse de mi subconsciente intentando hacerme entrar en razón.

¿Miedo a que?

Venga, lo admito: Isabella si aterra aveces, pero siempre tiene sus motivos para alterarse de esa forma. Nunca se alteraría por algo como esto. Comprendería que solo quiero saber sobre mis raíces, el porque de muchas preguntas que me persiguen desde que era niña, solo eso.

¿Entonces por que las dudas?

—¡Es exacto lo que quiero aclarar! —murmuro a el vacío de mi habitación, empezando a molestarme.

Sin darme cuenta, he estado caminando de un lado para el otro durante todo el rato que estuve pesando. Me dejo caer en mi cama, creyendo firmemente en que si no me calmo ahora terminaría abriendo una gruesa y ancha sanja en el suelo.

Me inclino para quitarme los tacones altos que había usado durante la mayor parte del día y los arrojo a un rincón de la habitación, luego me arrojo en mi cama, considerando la idea de que si un sueño por la tarde me vendría bien en ese momento o si sumergir la cabeza en mi tina en su lugar me ayudaría a pensar, cuando (y de manera muy inoportuna) alguien toca la puerta de mi habitación.

Lanzo un suspiro y vuelvo a incorporarme de muy mala gana. Antes de abrir la puerta, justo cuando tengo el picaporte entre mis dedos, me doy cuenta de que todo esto parece una escena de película o libro y, que si las películas o libros tenían razón en algo, al otro lado de la puerta estará mi madre para conversar sobre mi actitud en la mesa durante el almuerzo, para que luego termine contándole todo lo que pasa en mi vida privada por un ataque de culpa bastante extraño y dramático y toda la escena terminaría en una reconciliación muy producida y un viejo obeso con muchos millones en el bolsillo gritaría «¡Corten!».




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