Amnesia

14

Clare Hamilton

—No tenias que venir —digo, mientras el moreno pecosos mete mis cosas en el auto de Ana.

—¿Quien dice que no? —inquiere, dejando mi bolsa dentro de la maleta junto a las de papá.

—Yo —decreto, él me miro con una ceja alzada, retándome. Lanzo un suspiro—. Deberías estar en el Instituto, ya vienen los exámenes finales y si repruebas por mi culpa...

—No voy a reprobar —me interrumpe, con seguridad en su voz.

—Pero, ¿y si lo haces?

—Entonces tendrás que convencer a mi tío de que le de trabajo —contesta Ana, mientras camina junto a la silla de ruedas de mi padre, que es empujada por un camillero del hospital.

—No lo haré nunca —replica Lucian de forma rotunda, aunque sonriendo de oreja a oreja—. Lo tirare a tu firma de abogados en cuanto se descuidase un poco.

—¡Papá! —exclamo, aunque sé que estaba siendo muy sincero. Si hay alguien en esta familia difícil de convencer, es Lucian Hamilton—. Si ni siquiera me dejas tenerlo en mi habitación, ¿donde esperas que este si trabaja en la firma?

—Él subirá a tú habitación cuando estén felizmente casados, por la iglesia y por el civil, y después de que firme un acuerdo que me da derecho a arruinarlo económicamente si se atreve a lastimarte siquiera uno de tus mechones rizados —Para muchos esto suena como una broma normal de un suegro a su nuero, a juzgar por la risa del camillero él si lo cree así. Pero no, no es la primera vez que mi padre dejaba a relucir sus condiciones por si yo y Agustín nos poníamos en la siguiente escalón de la relación seria—. Y espero que él se quede de recepcionista, en el ultimo piso del nuevo rascacielos que espero conseguirte para ese momento, si es que llega a pasar.

—No seas dramático, padre —pongo los ojos en blanco, aunque no creo que todo su discurso fuese un drama. Él es capaz de eso y más.

—Eso no es ser dramático, Clare —dice con su mirada seria de magnate empresarial—. Se le llama ser realista.

—Me encantaría seguir escuchando esta conversación, pero tenemos que irnos —apresura Ana, sacudiendo las llaves del auto para que tintinearan en sus dedos.

—Por más que odie admitirlo, la rubia tiene razón—dice Agustín.

—Tu novia también es rubia —señala Ana—, y también tiene los ojos claros. Somos muy parecidas si solo hablamos del color de cabello y ojos.

—Si —acepta Agustín, inclinándose en mi dirección solo un poco—, la diferencia más notoria es que es ella quien me gusta.

—Guau —exclama Ana con sarcasmo—, puesto de esa forma la diferencia es mucho mayor, tienes razón —aplaude con sus manos como si Agustín fuese un físico importante en una conferencia y él haya cambiado su idea de la creación de las especies—. Gracias por abrirme lo ojos de esa manera, Agustín. Ahora me doy cuenta de que el cabello de Leah y Lucian no es tan parecido, que el de Leah se parece mucho más al de la abuela Anastasia por el color de ojos y la afición enfermiza al sarcasmo. Me has puesto las cosas desde una perspectiva mucho mayor, más elevado.

—Imbécil —dice Agustín.

—Dime algo que nunca me hayan dicho —reta Ana.

—Inteligente —Agustín despliega su mejor sonrisa irónica y burlona.

—Mierda, eso si me dolió —Ana hace un falso gesto de dolor muy ensayado mientras se tocaba el pecho, justo arriba del corazón.

—Nada personal.

—Si, claro. Espero que no lo consideres igual cuando no te lleve a casa —dice Ana, rodeando el auto para entrar.

—Espera, ¿que? —Agustín la mira con ambas cejas alzadas por la sorpresa.

—¡Que no pienso llevarte a casa!

—Ana... —intenta pedirle, mirándola fijamente.

—¡No! —dice, asomando su cabeza por el espacio entre asientos para poder vernos por la maleta abierta—. Que tome su Ranger Rover 2018 y se vaya ¡No pienso llevarlo en mi pobre SUV nuevo!

—Lo siento, Gus —me rindo mirando al pecoso de mi novio—. No puedo hacer nada cuando se pone así. Tú, camillero —señalo al hombre que mira la escena divertido tras la silla de ruedas de papá—, ayúdame a subir al auto.

El chico deja de observar la conversación como idiota y se apresura a tomar mi silla de ruedas, la acerca lo más posible al auto y se inclina para ayudarme a levantarme.

—Quieto —ordena Agustín, acercándose a nosotros—. Yo lo hago.

Se inclina y me carga como princesa, el camillero toma la silla de mi padre y la empuja al otro lado de la camioneta. Aprovechando la ocasión de no tener a mi padre mirándonos, me inclino a su oído y murmuro:

—Celoso empedernido al ataque —lo acuso con sorna, conteniendo mi risa.

—Calla —murmura en respuesta, dejándome en el asiento con delicadeza—. Nos vemos en la mansión.

—Son un par de orgullosos de mierda —digo, mientras mi ceño se frunce con molestia.

—Clare —me regaña mi padre, que ya ha subido al auto—, el lenguaje. Eres una señorita y debes actuar como tal.

Mis ojos se ponen en blanco sin mi consentimiento pero (gracias a alguna fuerza divina del universo) mi padre no llega a darse cuenta por mirar su teléfono. Lanzo una mirada de alivio a Agustín y este sonríe con la boca cerrada, su versión de una «risa disimulada».

—Voy a ayudar al camillero con la silla de ruedas —dice, para después cerrar la puerta de mi lado y retirarse a la parte a tras de la camioneta, donde el camillero se esforzaba por meter la silla sin hacer daño al coche.

Dios tenga piedad de su alma si ralla la camioneta nueva de mi prima.

Después de unos escasos minutos, donde cada uno esta enfrascada dentro de su teléfono, escuchamos el cerrar de la maleta y Agustín se asoma por un lado levantando los dedos. Ana vuelve a despedirse cruelmente de él con su mano y la sonrisa burlona bailando en sus facciones, para luego meter retroceso y salir del estacionamiento del Brookwood, un lugar donde espero no volver a aparecer dentro de mucho tiempo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.