Clare Hamilton
—Entonces eso es lo que hice anoche —termina de relatarnos su noche Ana.
Hoy desayunamos en el patio, en un pequeño sector que me gusta llamar el "Comedor al Aire Libre", que es un rincón rodeado de arboles del bosque, flores silvestres y algunas que madre planto (como las orquídeas y las margaritas), en medio de todo había como un pequeño sitio al que se le puso piso de madera y un techo de cristal, por si llovía, donde estaban la mesa de madera y las sillas de madera, todas rusticas. Me encantaba.
Como estamos entre los arboles la comida es muy orgánica. «Nada de carne bajo los ojos de la madre naturaleza —dijo la abuela cuando Leah pregunto por el huevo y tocino—. Hoy seremos vegetarianos.»
Esto no le agrado mucho a mi padre, que acostumbra desayunar hot cakes, huevos y tocino bien crujiente, acompañado de una taza de café bien cargado; hoy debe conformarse con un tazón de fruta picada en trozos y un batido verde.
—Creo que debemos hacerte un trono por tu gran hazaña —digo, mientras hundo una fresa en chocolate y luego, en dulce de leche.
—Es un acto muy grande, Clare —afirma Ana, con un semblante de pura seriedad. Bien podríamos estar hablando sobre la guerra de Estados Unidos con Irac—. Hace apenas unas horas, obligue a Broke Diamond, heredera de Vittoria Williams de Diamond a firmar unos documentos que controlaran su afán por los chismes sobre esta familia.
—Solo que no puedes decir que la obligaste públicamente, hija —le recuerda mi tía Isabella, por quinta vez—. Podrían alegar que fue contra su voluntad y así romper los papeles.
—La verdad, si fue contra de su voluntad —dice Lucían, eterno carnívoro mirando con odio su batido verde—, pero tampoco pueden decir nada de eso por el acuerdo de confidencialidad, así que: ¿a quien le importa?
—Solo deben recordar que esos papeles no duraran para siempre —señala la abuela, con su sonrisa de satisfacción matutina bien marcada—. En un mes y medio ellas podrán volver a publicar noticias sobre ustedes, niñas, así que espero que se porten tan recatadamente, como siempre habían venido haciendo.
Leah no tiene forma de saberlo, pero ese comentario es una puya directa para ella. La abuela nunca perdono que su nieta apareciese ebria y en brazos de un guardia en noticias de farándula; tal vez ella tenga la mayor parte de la culpa sobre la renuncia a la mesa directiva de Hamilton Company que firmo Leah.
—Y las niñas se portaran bien hasta que todo este en orden —corta Isabella, mirando fijo a su madre—. ¿No es cierto?
—Claro —digo inmediatamente.
Me quedo mirado a Leah, quien a su vez mira el tazón de frutas fijamente. ¿Que le pasa?
—Seremos las mejores mujeres Hamilton de la historia de la familia —continuo, dándole una patada en la pierna a Leah por debajo de la mesa, para que despierte—. ¿No es cierto Leah?
—¿Ah? Si, por supuesto —farfullo, para luego volver a clavar la mirada en su tazón.
Apenas si ha probado bocado desde que nos sentamos, lo que es extraño porque ahora acostumbraba a devorar todo lo que le pusieran frente a sus ojos, a cualquier hora.
Aunque eso en si es aun más extraño para mi, Leah apenas si comía en todo el día antes de... pues, todo lo que nos paso. Tal ves sean cosas de la amnesia.
—No me importan las mujeres Hamilton —replica la abuela, dando un sorbo a su té—. Lucian conoce mejor que yo la historia de su familia y creo que coincidimos en que ellas fueron mucho peores que ustedes. Quiero que sean las mejores mujeres Musett de la historia de nuestra familia.
Leah Hamilton
La cabeza me esta matando desde el miserable momento en el que desperté (en un charco de mi propio sudor, desnuda sobre la alfombra de mi habitación y con la vejiga terriblemente llena), porque Ana tocaba mi puerta con insistencia para hacerme bajar a desayunar en el patio con la abuela. No recordaba haber cerrado mi puerta con llave, pero gracias a Dios que fue así porque Ana se habría llevado una imagen bastante perturbadora de su prima menor. Le grite que ya iría, sintiendo como mi cabeza prometía estallar en mil pedazos ante mis propios gritos, y me arrastre hasta el baño. Solo con ver el retrete de porcelana blanca caí de rodillas ante el por las arcadas, pero como no tenia mucho más que alcohol viejo y caramelos en el estomago, no tarde mucho tiempo agachada allí.
Cuando las arcadas remiten y me quedo temblorosa y sudando frió, abrazada a la taza en el suelo del baño, me permití do segundos para recuperarme y arrastrarme a la ducha donde, por un error, abro el agua fría en vez de la caliente. Lo bueno es que el chorro helado logro despertarme y termine sintiéndome un poco mejor.
Sin embargo, el dolor de cabeza se negaba a irse y los ojos me ardían con la luz. Me duche rápido y camine temblando hasta el espejo del lavabo, me cepille los dientes y por si las dudas me puse un poco de crema dental en la lengua, no quería tener mal aliento. Después rebusque un rato en las gavetas llenas de diversos productos para la cara, hasta que encontré una tableta de aspirinas junto a otras tres cajas. Me tome una de las capsulas con agua del grifo y salí del baño envuelta en una bata blanca hasta el vestidor.
Tome el vestido más ligero que pude encontrar entre toda esa mini tienda a la que llamaba vestidor y salí a mi habitación por ropa interior. Me maquille un poco con el corrector para ocultar las ojeras y las marcas rojizas de mi cara y salí de mi habitación con la mayor dignidad posible, recordando levemente que mi baño estaba vuelto una basura y que seguro debería disculparme con Melisa o quien quiera que lo limpie por ser un desastre de persona.
En otras noticias: el dolor de cabeza disminuyo un poco, pero la estúpida bola de fuego que brillaba a millones de estúpidos kilómetros de altura no me dejaba la vida fácil. Conseguí unos lentes de sol para intentar evitarla pero no funciono, porque cuando me senté en la mesa y pregunte por el café y el tocino la abuela me regaño, dándole puyazos a mi cráneo adolorido con su voz, y me obligo a quitarme los lentes.