Amnesia

36

Ana Dominé

—¿Por que tengo que estar nerviosa? —inquiero, mirando la puerta roja y recordando el corredor de la muerte.

No es que yo lo haya visto nunca, pero así me lo imagino ahora.

—Es algo normal —Connor intenta tranquilizarme, aprieta mi mano derecha sobre la palanca de cambios—. Estas a punto de dar un paso grande, es importante.

Suelto el aire entre mis dientes, aferrando la mano de Connor y mirando sus ojos, siempre confiados, antes de volver a ver la puerta roja.

—Promete que te quedaras conmigo —digo, tomando mi teléfono de entre mis piernas.

—Prometo nunca despegarme de tu lado —dice él de inmediato, sin dudar ni un solo segundo.

Tengo que recordarme que solo se refiere a este día y que no me lo estaba prometiendo por el resto de su vida.

Inhalo un poco mas de aire y me quito el cinturón de seguridad. Hoy elegí ponerme algo sencillo, pantalones azul oscuro y una blusa blanca de mangas largas, con encaje en el cuello, y mis botas de tacón de aguja negras. Siempre he considerado que New York es una ciudad de abrigos, pero estamos en verano y el sudor podría arruinar mi atuendo por completo, así que solo traje una chaqueta de cuero que llevo en el asiento de atrás del auto.

Mi madre se moriría si supiese que salí sin un abrigo.

Una cerca de madera blanca con una pequeña reja nos recibe, Connor la abre y me adelanto por el corto camino de piedras hasta el timbre de la puerta roja, volteo a ver a Connor a unos pasos tras de mi antes de tocar el timbre. Una, dos, tres veces.

¿Acaso es inapropiado tocar el timbre tantas veces? ¿Podría hacerme ver apresurada o insistente? Mierda debí solo tocarlo dos veces. Dos siempre es un buen numero.

—¡Ya abro! —grita una voz masculina desde el otro lado.

Mi corazón late con mas fuerza y me parece escuchar los pasos del hombre contra la madera, en ese momento empiezo a pensar en vías de escape, pero no tengo tiempo porque de un momento a otro me veo cara a cara con un él.

Aparenta cuarenta años, con unas pocas arrugas en torno a los ojos verdes que reconozco como esas lineas que salen después de sonreír demasiado a lo largo de la vida, una barba corta cubre su mandíbula y tiene un espeso cabello negro peinado hacia atrás y tiene cejas gruesas y pobladas. Hago un recorrido detallado por sus facciones, buscando alguna similitud conmigo, pero a demás del tono de los ojos, que en mi es de un verde mucho mas intenso y solido, no logro encontrar nada.

—¿Puedo ayudarte con algo? —pregunta, su voz es grave y profunda.

Entonces, me quedo en blanco.

No tengo ni la mas mínima idea de que decir a continuación. Podría empezar con el echo de que soy su hija... o al menos eso creo. ¿Es un buen tema de conversación para un tema inicial? Yo no suelo divagar, lo considero fastidioso y una completa perdida de tiempo, pero ahora mismo estoy divagando tanto que él empieza a parecer confundido, mirándome desde su metro ochenta de altura con las cejas fruncidas.

Decido ir al grano, como siempre me ha funcionado en esta vida. Directa y sin titubeos.

—¿Es usted Auguste Dominé? —inquiero.

Ahora que lo pienso, ¿que no fueron después de ese pensamiento varias de mas mayores cagadas de mi vida? Merde.

—Si —contesta, recargándose en el marco de la puerta y cruzando sus brazos—. ¿Los conozco?

—Estuvimos hablando por teléfono. —Cruzo mis manos a mi espalda—. Soy Ana Dominé —agrego, porque el hombre no posee telepatía y me pareció apropiado.

Noto como el reconocimiento y el asombro llena sus ojos, expandiéndose por todo su rostro, y es su turno de quedar sin habla, como yo hace algunos segundos. Él hace ahora el recorrido facial en mi y, al terminar el escaneo, parpadea un par de veces.

—¿Que haces aquí? —inquiere en un suspiro asombrado.

Me hubiese parecido grosero de no ser porque él no sabia que yo podría aparecer en su puerta hoy. Ni siquiera imaginaba que yo pudiese estar respirando el aire de su ciudad hasta ahora.

—Quería conocerte —digo, sonriendo de una manera que casi me resulta histérica—. ¿Estuvo mal? —pregunto, frunciendo el ceño, cuando el no me devuelve en intento de sonrisa.

—¡No! —dice, sacudiendo sus manos nerviosamente—. Dios, no. Es solo que... me sorprendiste mucho. ¡Diablos! ¿Donde están mis modales? Pasen. —Se aparta de la puerta para hacernos espacio.

Connor me pone una mano en el hombro y me empuja un poco para que reaccione, y entre en la casa de mi padre.

—¿Quieren café? —ofrece Auguste, mientras nos guiaba hasta un sofá negro, con mullidos cojines blancos, donde tomamos asiento.

Asiento con mi cabeza y él desaparece por el arco en la pared, donde debe estar la cocina.

La casa es pequeña para ser de dos pisos. La sala es del tamaño de mi habitación en Hamilton Paradise y su decoración es sobria, arriba de la chimenea esta un televisor de pantalla plana y, bajo el, una repisa con fotos. Me levanto de mi asiento y me acerco a ella, dejándome llevar por la curiosidad.

En una de las fotos, la del medio, esta una mujer pelirroja con los ojos castaños, posando en los jardines del Champ de Mars, cerca de la Torre Eiffel. Lo sé porque yo había caminado por esas calles. París es mi ciudad y, al parecer, también la de él, porque en otra foto se encuentra él abrazado a la pelirroja en la misma calle.

Exhalo con lentitud y miro la siguiente foto. Un hombre mayor, con el cabello oscuro veteado de canas y una barba un poco larga, sonríe a la cámara junto a Auguste. La mujer pelirroja abrazada a una pareja mayor, ambos canosos y pelirrojos. La foto de la boda de Auguste y la mujer.

Ella debe ser Sophie Williams, esa de la que Hidalgo me hablo en su correo. Esta es la familia de mi padre, a la que yo no pertenezco. A la que nunca he pertenecido por culpa de... ¿Quien?




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