Amor de mafiosos

Capítulo 8

Me ofrezco como voluntaria para salir primero a la sala. A las nueve en punto, salgo y ocupo la mesa de blackjack. La más alejada de la entrada, lejos del bar. Me sumerjo en mis pensamientos y me hundo tan profundo que sólo emerjo cuando un escalofrío familiar recorre mi cuerpo.

Creo que siento con la piel que Domin esta parado a la izquierda de la mesa. Pero quizás estoy exagerando y simplemente me gusta el perfume que usa Maxim.

— Dina, ¿cómo estás? — la voz baja que viene de la izquierda me hace temblar, pero no lo demuestro.

— Gracias, estoy bien.

— Vamos al punto de urgencias, necesitas que te vea un médico.

— Ya estube en el hospital, no se preocupe, Maxim Georgievich.

Con el rabillo del ojo veo que se estremece, pero sigo mirando hacia otro lado.

El camarero trae café. Domin toma un par de sorbos y luego dice suavemente:

— Quiero hablar con la chica. Salgan todos de la sala.

Los croupiers se fueron a la habitación del personal, el Servicio de seguridad y Alex se sentaron en el sofá del vestíbulo. Y a mí el pánico me invade. Para calmarme, muevo las fichas en las cajas, pero Domin me detiene agarrando mis dedos y dice, todavía en voz baja:

— Dina, me siento culpable ante ante ti. Déjame arreglar las cosas, vamos a mi casa ahora mismo.

La salida universal para todas los casos es "vamos a mi casa". Pero aquí, recuerdo a tiempo que pienso trabajar para este hombre durante mucho tiempo, y le respondo discretamente:

— Disculpe, Maxim Georgievich, pero no puedo. Usted vive muy lejos, y me resulta muy dificil llegar a casa.

— Yo te llevaré, — dice Domin y se calla rápidamente, estrechando las pupilas. ¿Se habrá dado cuenta de que lo estoy troleando?

Levanta la cabeza, parece que en sus ojos saltan chispas, aunque su rostro permanece estrictamente serio. Maxim rodea la mesa, se acerca de lleno a mí y me atrae rodeándome la cintura con una mano.

— Si vuelves a llamarme Georgievich, te echaré al hombro y te llevaré al coche. ¿Quieres comprobarlo?

— No, Max, — siseo, tratando de liberarme, —podrían vernos.

Maxim se da la vuelta, la sala está vacía.

— ¿Quién? ¿Las mesas de juego?

Siento su aliento caliente en mi cuello e intento liberarme del brazo que me rodea la cintura. Pero su segunda mano se desliza por mi cintura y me encuentro completamente inmovilizada contra Domin. Y cuanto más me resisto, más se oscurece la mirada dirigida hacia mí.

— Es mejor que no te agites, —advierte Maxim ásperamente, — de lo contrario no llegaremos.

— Max, detente por favor, —digo casi entre lágrimas, — piensa que todavía tengo que trabajar aquí.

— Dina, — su respiración se ralentiza y su voz se vuelve aún más baja, — ¿por qué finges que no ha habido nada entre nosotros? Solo lamento lo que dije, no lo que hice. Vamos.

— No recuerdo lo que hubo entre nosotros, Maxim, — le respondo, mirándolo a los ojos.

Domin apoya su hombro en la pared, bloqueando la salida, me taladra con su mirada y habla con bastante dureza:

— Mira, deja de tomarme por un idiota. Todavía puedo distinguir en qué estado me encuentro con una mujer. ¡Ahora serás capaz de decir que te tomé por la fuerza!

— Entonces vamos a detenernos en que no me gustó hacerlo contigo, ya que no eres capaz de oírme, — me encogí de hombros.

— ¿No te gustó? — pregunta Max, que parece un poco aturdido.

Probablemente me reiría si no tuviera tanto miedo. ¡Qué seguro de sí mismo está este imbécil!

Niego en silencio con la cabeza. Me agarra de la mano, me atrae y respira de nuevo en algún lugar de mi cuello.

— Está bien. Sí, soy un gilipollas, Dina, lo admito, pero de todas formas sigo pensando en ti. Tu olor me vuelve loco, incluso cuando no estás cerca. No sales de mi cabeza, tengo ganas de ti, vamos. Hoy todo será como tú quieras ... ¿cómo es como más te gusta?

El Montañés me respira en el cuello, me acaricia la espalda, a pesar de que llevo una venda apretada. ¡Y tengo unos deseos de colgarme a su cuello y mandar al diablo mis principios! Dar mi acuerdo para todo, pero ... pero no puedo.

— No iré, — Maxim, digo y parpadeo por las lágrimas que me inundan los ojos, —estoy vestida como una mendiga. No puedo ponerte en ridículo así, ¿qué pensará la gente de ti?

Estamos uno al lado del otro, él sostiene mi mano entre las suyas, y yo me quedo callada, sin sentirme con fuerzas para decir aunque sea una palabra. Me doy cuenta de que tengo que retirar la mano, continuar o terminar del todo la conversación, que a fin de cuentas sigue siendo inútil y sin sentido.

No aceptaré su invitación y no iré a ninguna parte, y si Maxim comienza a insistir, nos pelearemos nuevamente y nos diremos un montón de cosas desagradables. Hay que hacer algo, pero no quiero hacer nada. Quiero acercarme e inhalar su olor con los ojos cerrados.

Se vuelve hacia mí sin soltar mi mano, y me doy cuenta de que está emocionado. ¡Y resulta que el Montañero de hormigón armado también puede estar bajo tensión!




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