Amor de padre

Reconociendo a mi hijo: Capítulo I

Camino por uno de los tramos del laberinto de corredores exclusivos para el uso de los empleados del hotel, los cuales conectan las áreas de trabajo que no deben estar a la vista de los huéspedes o clientes, como Cocina, Lavandería, Seguridad, Limpieza. Son las 11:23 am y espero encontrar a Luis o a César, dos de los camareros que son como de mi edad y los únicos que me pueden ayudar. Giro en la esquina del corredor ya para llegar a la gran cocina cuando escucho el tradicional silbido de César. Él me ha visto y así me saluda.

  • ¿Por qué tan apurado, Mateo? –me saluda César con el puño cerrado impactando suavemente en mi hombro.
  • Necesito conseguir algo que es de vida o muerte –le digo, y mi amigo me mira con cara de duda.
  • ¿Y qué es eso que hará que alguien no muera a estas horas de la mañana? –pregunta casi burlándose mientras mira la hora en su reloj de pulsera.
  • Un condón –digo, y César se aguanta las ganas de lanzar una gran carcajada para que el jefe de camareros no lo oiga, sino le llamará la atención por estar ahí conmigo perdiendo el tiempo.
  • ¿A quién te quieres coger? –me pregunta serio, sin más.
  • No es para mí. Reconocí a un cliente que es un afamado arquitecto –él me cree ese argumento porque estoy estudiando el último año de arquitectura en la universidad-, así que me acerqué a saludarlo y darle la bienvenida, parte de mi trabajo y parte de mi interés por hacer buenas relaciones que me ayuden a surgir más adelante –soy anfitrión en el hotel y mi trabajo es guiar a los clientes por las instalaciones hablando en las tres lenguas que domino: español, inglés y alemán-. El hombre, sin asco, me dijo que venía con una joven, pero que se había olvidado algo fundamental.
  • El condón –completó César con cara de obviedad.
  • Exacto -agrego señalando a mi amigo con ambos índices porque mencionó el tan necesitado producto.
  • Estás con suerte, o más bien el tipo ese –dice César sacando su billetera y de ella un sobre plateado típico de los condones.
  • Gracias. Mañana te lo devuelvo -tomo el condón y sonrío al conseguir lo que buscaba.
  • No te preocupes, Mateito. Mejor me lo debes, y cuando seas un gran arquitecto, iré a tocarte la puerta para cobrártelo –rio ante ese comentario y me alejo corriendo.

Sin que nadie me vea, ingreso al baño de la Lavandería, de uso exclusivo del personal que trabaja en esa área, y tras cerrar la puerta pongo el seguro. Siento como de inmediato una enorme sonrisa lujuriosa se marca en mi rostro mientras camino golpeando el sobrecito plateado contra mi otra mano.

  • Un minuto más y me iba –suelta Eliana, quien está sentada sobre la tapa del inodoro. Ya había empezado a acomodar su uniforme de cocina, porque recuerdo haberle quitado el mandil, el gorro y desabotonado la camisa.
  • No fue fácil encontrar a alguien que me pueda ayudar. Si mi jefe o algún compañero anfitrión me veía, me hubieran hecho caminar hacia la Recepción –digo mientras mi mano libre vuelve a desatar los nudos de su mandil.
  • Entiendo, pero ahora tengo menos tiempo, en breve debo regresar –y empieza a desabotonar su camisa.
  • Deja, que a mí me gusta desnudarte –le digo rozando su oreja con mi nariz, y siento que ella tiembla, señal de que debo hacer lo mío de una buena vez.

Guardo el sobre plateado en mi bolsillo del pantalón para usar ambas manos en la misión de quitar su camisa y bajar sus pantalones. Mi boca se come la suya con desesperación, algo que en los últimos encuentros con Eliana ha sido más notorio en mí cuando la cojo a escondidas en algún lugar del hotel. Sin brasier y con las bragas abajo la giro y ambos podemos ver su bonito cuerpo desnudo reflejarse en el espejo. Empiezo a rozar mi erección, cada vez más notoria, sobre sus glúteos, y ella lanza un gemido que me pone más duro de lo que ya estaba. Saco el condón y lo sostengo por un tiempo apretado entre mis dientes para quitarme el cinturón, bajar mi bragueta y sacar a mi amigo, que está feliz de poder tener más espacio para seguir creciendo.

Bajo una de mis manos y la llevo sobre el monte de venus de Eliana. Ella abre un poco las piernas y me da espacio para que dos de mis dedos ingresen entre sus labios vaginales. Un alto nivel de humedad me recibe, y yo sonrío al saber que con tan poco, en tan corto tiempo, la puedo tener lista para mí. Con los dientes rompo el sobre platinado, saco el condón, visto con él a mi mejor aliado en estos momentos de placer e ingreso en Eliana de un solo empuje. Ella se pone de puntitas, tensando sus piernas. Sé que no le ha dolido, sino ya me hubiera golpeado, como la primera vez que lo hicimos y se quejó muchísimo porque fui un poco bruto, pero ahora que ya conozco bien su cuerpo, ya no ha vuelto a estampar sus manos sobre mi cara.

Como no tenemos mucho tiempo no puedo ir lento, así que empiezo a una velocidad mediana, haciendo que su cuerpo se remece violentamente, por lo que debe sostenerse de los costados del lavabo. Me encanta ver sus pechos meciéndose al compás que mi movimiento marca. Con los ojos cerrados, algo que siempre hace cuando estamos apurados porque así logra venirse pronto, empieza a gemir, señal que me indica que puedo ir más rápido, cosa que hago. Siento que me falta poco para explotar y que de mí salga todo lo que en los últimos seis días se ha acumulado, tiempo que ha transcurrido desde la última vez que la hice mía. Ella suelta el lavabo y aprieta mis brazos; con uno la sostengo rodeando su cintura y el otro ha dirigido mi mano a su clítoris para ayudarla a que llegue al clímax. «Más, Mateo», pide recostando su cabeza sobre mi hombro, y yo empiezo a darle con todo. Siento que sus piernas flaquean, que aguanta la respiración y todo su cuerpo se contrae, inmovilizándose, luego una sonrisa aparece en sus labios y entiendo que lo conseguimos, mi Eliana obtuvo su orgasmo. Segundos después, gimo sobre su oído al dejar ir toda mi esencia, una que se perderá al ser arrojado al inodoro el condón que la contiene.




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