Amor de padre

Cambiando el destino: Capítulo I

Son las 6:40 p. m. cuando de Recepción avisan que mi padre ha venido por mí. De milagro me ha encontrado aún en la oficina porque me tuve que quedar ordenando unos planos que saqué de los archivos para analizar las reestructuraciones que se van a realizar en el edificio del Ministerio de Economía y Finanzas. Como aún no me consideran un ingeniero civil, porque me falta los últimos dos semestres para graduarme, tareas como buscar planos en el Archivo y regresarlos a su respectivo lugar son las que ocupan mis horas de este verano en las instalaciones de la constructora Graña y Montero.

—Braulio, el coronel dice que te apures —me avisa don César, el encargado del Archivo—. Muchacho, no es por alarmarte, pero parece que algo malo ha ocurrido.

—¿Mariana? —suelto de inmediato, pensando que algo le ha podido pasar a mi hijita.

—No lo sé, pero creo que es algo grave porque Julia, de Recepción, me dice que tu padre luce nervioso.

Guardo los dos últimos planos que faltaban y salgo corriendo del Archivo para ir por mis cosas. Tomo mi saco y mi maletín, y me apresuro hacia el ascensor. Ya en el primer piso camino rápido para llegar a Recepción, donde la muy amable señora Julia me espera con el libro de asistencia abierto en la página donde debo firmar la salida. Me sonríe con una pena en la mirada que no comprendo, y salgo hacia la calle. Reconozco el auto de mi padre, que está siendo manejado por Pedro, el chofer que le ha otorgado la Policía Nacional por el cargo que ostenta como director de la Escuela de Oficiales, y subo al ver que la puerta se abre desde adentro del vehículo.

—Buenas noches, padre. Disculpa la demora, pero no esperaba que vinieras por mí —digo mientras Pedro pone en marcha a la máquina y yo observo el rostro del coronel Bertolotto, mi padre, tratando de descifrar por qué ha venido a verme al trabajo.

—Braulio, tienes que ser fuerte —es lo primero que dice, sin mirarme, con el rostro serio, demasiado serio, señal de que algo malo ha ocurrido.

—Dime que mi hija está bien —suelto de inmediato con un tono de súplica en mi voz. Mi mayor miedo es que a mi niña le haya ocurrido algo malo.

—Mariana está bien. Está en casa, con tu madre, como la dejaste antes de venir a trabajar.

Cada mañana, cuando Olga, la madre de mi hija, no está “disponible” para cuidar de ella, llevo a mi niña a casa de mis padres, que me queda camino al trabajo, y la dejo al cuidado de mi madre y de mi hermana Elena, quien enviudó el año pasado y regresó a la casa paternal junto a sus hijos Sara y Efraín.

—Entonces, ¿por qué me dices que tengo que ser fuerte? —si algo hubiera pasado a alguno de mis hermanos o a mamá, mi padre no estaría aquí, así que no se me ocurre lo que ha sucedido.

—Por la tarde, Olga llegó a Emergencias del Hospital de la Policía Nacional —por unos segundos se mantiene callado, y yo quedo a la espera que concluya lo que tenga que decir—‍. El choque de un camión contra un bus de pasajeros en la carretera al sur ocasionó un gran accidente de tránsito. Uno de los autos afectados salió de la carretera y dio varias vueltas de campana. Olga iba en ese auto sin el cinturón de seguridad puesto, por lo que, de los dos ocupantes, ella está grave.

—¿Quién es el otro ocupante? —pregunto inocentemente, esperando que sea un familiar de mi esposa.

—Ramiro Reyes, el hijo de Vanko Reyes, a quien conocen como el rey de los gitanos.

Tenía dieciocho años cuando conocí a Olga. Ese año estaba en mi “año sabático” obligado por la Huelga General de Educación a la que se habían acogido las universidades nacionales, incluida la Universidad Nacional de Ingeniería, la UNI, donde había ingresado con el mejor puntaje general, por lo que debía esperar que se levante la huelga para iniciar mi primer año de estudio en la carrera de Ingeniería Civil.

Como ya había ingresado a la universidad, tenía tiempo de sobra para perder, a diferencia de mis amigos del colegio, quienes solo uno, además de mí, podía estar tranquilo al haber pasado el examen para Medicina de la San Marcos. El resto de nuestros compañeros debían seguir estudiando los balotarios para el examen de admisión del próximo año. Así que, sin más que hacer, mi padre, a quien nunca le gustó que sus hijos estén sin hacer nada porque decía que estar ocioso era fuente de vicios, me consiguió un trabajo en el Ministerio del Interior, llevando y trayendo documentación, lo cual no implicaba un gran esfuerzo mental, pero sí físico porque siempre debía correr con abultados libros de un lugar a otro del ministerio.

Al salir del trabajo a las 6 p. m., me la pasaba con mis amigos, quienes a esa hora salían de sus casas para tomar aire después de estudiar todo el día. A veces ellos iban a alguna fiesta el fin de semana, y fue justo en la primera a la que fui donde conocí a Olga. Ella era seis años mayor que yo y muy bella. Siempre vestía bien y lucía impecable, parecía una modelo de los programas de televisión que aún veíamos en blanco y negro porque la tele a color apareció apenas el año pasado, en 1979, y cuando la conocí era 1974.

Olga era alegre; le gustaba bailar; sabía tomar, fumar, y la forma en que maquillaba sus ojos le daba un poder hipnotizador, o así lo creía. Yo era muy joven para una mujer de veinticuatro años, o eso me imaginaba, pero al ser el más alto de mis amigos y mantener el físico atlético que obtuve en los años de estudio en el colegio militar, llamé su atención. La noche que la conocí, yo estaba parado, rodeado por mis amigos, en una esquina de la sala de Paco Sisniegas, el anfitrión de la fiesta, probando por primera vez un trago que mezclaba ron con Coca-Cola. En verdad, estaba probando por primera vez en toda mi vida un trago, por lo que me supo horrible.




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