Al llegar a la puerta de Emergencias del Hospital de la Policía Nacional, mi primo Alberto —hijo de mi tío Aníbal y médico como su padre, quien se había asimilado a la Policía Nacional como médico especialista en Medicina Interna—, nos está esperando para hacernos pasar a la Unidad de Cuidados Intensivos donde se encuentra hospitalizada Olga. Mi primo es quien está atendiendo el caso de mi esposa.
—No les voy a mentir. Olga está agonizando. El traumatismo que tiene en la cabeza ha sido mortal. La verdad es que no entiendo cómo puede seguir viva porque, si no la mataba el golpe en la cabeza, debió hacerlo la hemorragia interna en la zona abdominal. Su hígado está reventado, por lo que es cuestión de horas para que muera —las palabras fluyen con facilidad de la boca de Alberto, por lo que admiro cómo la tristeza con la que me mira no hace que se le apague la voz. Y es que lo que mi primo siente no es por Olga, es por mí, por la tristeza de pensar que seré viudo y me quedaré solo con una niña de tres años cuando aún no termino mi carrera ni llego a los veinticinco años.
—Quien iba en el vehículo con ella, ¿cómo está? —pregunto sin mostrar ninguna emoción en mi rostro porque no sé que sentir, si alivio o preocupación.
—No lo sabemos. Se lo debieron llevar a otro hospital o a una clínica. A Olga la trajeron aquí porque la relacionaron con mi tío por el apellido de casada, y al confirmar que se trataba de la nuera del coronel Braulio Bertolotto, los bomberos nos la encargaron —dice mi primo. Una enfermera se le acerca, le dice algo en secreto y la cara de Alberto cambia a una de preocupación—. La familia de Olga ha llegado. Es la madre con dos de sus hermanas. Están exigiendo que le permitamos verla, pero ese derecho es más tuyo que el de ellas, primo, eres el esposo, así que te llevaré a donde está Olga, pero por otra ruta, una que está negada a los visitantes.
Antes de ingresar a la Unidad de Cuidados Intensivos, me entregan una serie de artículos de protección sanitaria que debo vestir, ya que el lugar a donde voy a ingresar debe mantenerse lo más esterilizado que sea posible. Desde lejos puedo ver en Olga lo brutal que fue el choque, el despiste y las vueltas de campana que dio dentro del vehículo. Ella no llevaba el cinturón de seguridad, y como está es el resultado de no tomar en serio una regla de seguridad vial que muchos nos saltamos por lo incómodo que es usar esa clase de elemento de protección. De seguro ella no quería que arrugue su vestido o tape su escote. Olga es coqueta, vanidosa, jamás sacrificaba el lucir bien por nada, y eso le está costando la vida.
Al acercarme hasta quedar parado a un lado de ella, observo que el traumatismo en la cabeza ha deformado su rostro, pareciendo un monstruo, un reflejo de lo que en realidad es por dentro. Ella aún está consciente, me reconoce, y una sonrisa se marca en sus labios, pero en vez de lucir linda y provocativa, parece que fuera un morador del Inframundo que estuviera burlándose de mí.
—Se hará tu sueño realidad, Braulio —dice de corrido, sin dificultad. Creo que está mejor de lo que parece.
—Nunca quise que tuvieras un accidente, Olga, solo que fueras más amorosa con Mariana y responsable de su cuidado. Ella es una niña pequeña y necesita a su madre —digo tratando de no marcar mi voz con un tono de reclamo. Le repudio, pero jamás haría algo para que en sus últimos minutos de vida sufra.
—Mentira. Hace dos semanas maldijiste el haberme conocido y estar casado conmigo por la vida miserable que llevas al haberte unido a una mujer como yo, pecaminosa y egoísta. La verdad es que la noche que te conocí me gustaste, llamó mi atención tu varonil belleza y que no lucías como un muchachito de dieciocho años. En ese momento, yo estaba sola, sufriendo por quien no podía estar conmigo, así que quise olvidarlo contigo, de paso que te hice hombre, un favor que vi a bien hacerte al ser tan bello, mucho más bello que él, pero eso no fue suficiente para hacer que me olvide de Ramiro y quiera solo quedarme contigo —esta cuando está en Cuidados Intensivos tiene que hablar de Ramiro Reyes.
—Eso ya lo sé, ya me lo dijiste años atrás, cuando faltaban unas pocas semanas para que naciera Mariana —digo sin poder evitar sonar cansado, harto de pelear con ella.
—Pero lo que no sabes es que Mariana no es tu hija —la bomba que acaba de soltar Olga no me la esperaba.
—¿Qué has dicho? —pregunto empezando a sentir ira porque, para herirme, es capaz de decir tremenda mentira, una que afecta a mi hija.
—Que Mariana no es tu hija. ¿Sabes por qué le insistí a Sofía Tassara para que me lleve como su invitada a la fiesta de Fin de Año en el club de los italianos? Esa fiesta, donde follamos como animales apoyados en un frondoso árbol que nos sirvió de escondite, ¿la recuerdas? —yo no hago ningún movimiento, solo estoy recordando esos momentos del pasado, cuando creía que ella me amaba, que yo era su mundo porque ella era el mío—. Pues, lo hice porque tenía la necesidad de verte para provocarte y terminar llena de tu esencia, puesto que una semana antes había estado con Ramiro sin haber tomado la píldora.
»Se me había ocurrido la idea de que, si tenía un hijo con Ramiro, él haría cualquier cosa con tal de acabar con esa estúpida idea de casarse con la horrorosa de María Moreno, a quien su padre eligió para que sea su mujer porque ella es hija de otra acaudalada familia gitana de pura estirpe como lo son los Reyes. Sin embargo, dos días antes de la fiesta de Año Nuevo, me dijo que, si estaba embarazada, me iba a obligar a abortar y nunca más lo volvería a ver, y yo no podía dejar de saber de él, de sentir sus besos y sus caricias, aunque eso me rebajara a solo ser su amante. Así que no dudé en buscarte para copular y, si estaba embarazada, que tú fueras señalado como el padre de mi hijo. De alguna manera debía cuidar lo que me une a Ramiro: el amor que nos tenemos».
Editado: 22.09.2025