Amor de padre

Cambiando el destino: Capítulo V

Mi padre tenía razón cuando me dijo que la gente olvida rápido. Han pasado tres años y seis meses desde la muerte de Olga, y ya no percibo los cuchicheos a mis espaldas ni las miradas de lástima o burla. Claro está que durante las primeras semanas en el trabajo —después de regresar del permiso que me concedieron por defunción de un familiar cercano— fui el blanco de los comentarios malsanos y doble sentido de algunos de mis compañeros —de aquellos a los que no les caía nada bien porque nunca les acepté una invitación a beber después del horario laboral—; sin embargo, el ingeniero Bustamante, mi jefe inmediato por esos días, detuvo las habladurías cuando enfrente de todos regañó a uno de ellos, a aquel que escuchó claramente llamarme “cachudo”.

No voy a negar que al principio quise estampar mis puños en sus caras, pero algo que aprendí en el colegio militar es que el más fuerte es el que no se deja dominar por sus emociones, el estoico. Y logrando mantenerme en calma, sin demostrar enojo por lo que decían sobre mí en conversaciones que a propósito iniciaban cuando me acercaba a donde ellos estaban, fue como superé ese complicado momento. Evidenciar que no me importaba lo que piensen de mí hizo que la gracia de ponerme sobrenombres a mis espaldas perdiera efecto, acabándose el período de burlas.

Por otro lado, que en los periódicos haya salido esa malintencionada noticia, también sirvió a que varias señoritas que sabían de mi existencia, pero se mantenían alejadas por estar casado y tener una hija pequeña, se animen a hablarme y entablar amistad conmigo, al menos en el trabajo, ya que yo sigo manteniendo mi postura de no involucrarme con nadie de la constructora en mi vida personal por respeto a mi familia y a mi hija.

—En verdad, Braulio, que no te entiendo. Si tuviera tu altura, ese porte que te manejas, y esa carita que tantos suspiros arranca de las féminas, yo ya hubiera conseguido un reemplazo de madre para Marianita —dice Pablo Santivañez, mi amigo del barrio, con quien estudié desde jardín de niños hasta la secundaria en el colegio militar. Él acaba de regresar de estudiar en España, a donde sus padres lo enviaron a hacer una maestría cuando terminó la carrera de Economía en San Marcos.

—Pablo, entiende que ya no soy un hombre solo, aunque no tenga esposa. Mariana es mi gran amor y mi mayor responsabilidad; no puedo elegir a cualquiera para que sea su madre. Así como yo me merezco una mujer que me ame y respete, mi hija se merece una madrastra que no sea como la de los cuentos, sino una que en verdad quiera cumplir con el papel de madre —explico por enésima vez a mi amigo, con quien estoy tomando unos vinos en el bar Queirolo, en Pueblo Libre, antes de que nos vayamos a encerrar en nuestras respectivas casas para descansar y estar listos para el siguiente día de trabajo, ya que hoy es miércoles. Él acaba de empezar a trabajar en el Ministerio de Economía y Finanzas, y desde que regresó hemos adoptado la costumbre de reunirnos a mitad de semana para beber algo y darnos ánimos para terminar la semana laboral.

—Pero Braulio, las chicas que trabajan en Graña y Montero son hermosas, caminando elegantes con ese uniforme que les ciñe muy bien en la cintura y caderas —Pablo tiene muchas ganas de estar con novia porque lleva más de un año sin una, y dice que ya le urge calmar sus necesidades carnales.

—Amigo, después de lo que viví con la madre de mi hija, lo que menos quiero es fijarme en una mujer por el tamaño de su cintura y caderas —digo mientras sonrío, tratando de recordar con buen humor mi pasado con Olga.

—Sobre eso, nunca te lo dije, pero a mí no me gustaba que salieras con Olga. Desde un inicio me pareció que te utilizaba, pero no dije nada porque los demás muchachos alentaban que te acostaras con una mujer mayor, y a ti se te veía tan ilusionado que no quise romper la burbuja en la que vivías —comenta Pablo con un notorio sentir en su voz y postura. Mi amigo se ha quedado mirando el interior de su vaso, como si el reflejo que puede ver en su bebida estuviera haciendo que recuerde esos días en que éramos unos adolescentes.

—Pablo, hiciste bien en no revelarme lo que pensabas —respondo ante lo que acaba de comentar mi amigo—. En ese momento, estaba embelesado por Olga, y de seguro no te habría hecho caso; hubiera tomado a mal tu comentario y nuestra amistad podría haberse deteriorado.

—Lo sé, pero creo que debí ser más valiente y, aunque me llevas una cabeza, enfrentarte al confesarte que no me parecía que estuvieras actuando bien al mantener una relación basada en el sexo —la triste mirada de Pablo hace que empiece a reflexionar sobre sus palabras—. Nosotros soñábamos con tener novia y salir los cuatro al cine, a pasear manejando el auto de tu papá o del mío, a ir a las fiestas de la universidad en grupo y, cuando nos graduemos, llevar sujetas a nuestros brazos a un par de bonitas y bien educadas señoritas, pero nada de eso tuvimos porque te casaste con Olga.

—Mi vida cambió con el nacimiento de Mariana. Tuve que crecer y hacerme responsable de golpe. Era una vida nueva la que dependía de mí, y no iba a fallarle a mi hija —respondí tratando de encontrar la mejor excusa para no haber hecho nuestras ilusiones de chiquillos realidad.

—No, Braulio, Marianita no es quien impidió que nuestros sueños se hagan tangibles, fue Olga y el inescrupuloso motivo por el que se acercó a ti. Ella te utilizó para olvidarse de ese tipo, y no pudo; luego salió embarazada, y terminó atada a ti por todos lados, menos del corazón. Quizás el ser padre hubiera hecho que no saliéramos tan seguido como nos imaginábamos que pasaríamos los años universitarios, pero al menos hubiéramos tenido lindas tardes de lonche con tu familia y mi novia si Olga te hubiera amado —no creo que sea por efecto del alcohol, ya que recién hemos empezado a beber una copa, pero Pablo comienza a llorar—. Siento que te fallé como amigo al no hacerte ver el error que cometías, que te merecías algo más que sexo con una mujer experimentada: vivir la ilusión del primer amor.




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