El amor que Mariana siente por el tenis hace que hasta los sábados se levante muy temprano como si fuera al colegio. Ya son las 7 a. m. y mi niña está sentada en el comedor tomando su desayuno. Sus clases empiezan a las 9 a. m., por lo que debe reposar, aunque sea una hora, después de haber roto el ayuno con el primer alimento del día. María la engríe preparándole panqueques que come con miel y frutas, además de su taza de leche. Yo acompaño a mi hija, siendo los únicos a esta hora en el comedor, ya que el resto de la familia despierta un poco más tarde, excepto papá, quien acaba de irse hacia una de las dos reuniones pendientes con los altos mandos de la Policía Nacional —a inicios de este año lo ascendieron a general— por la situación que se vive a causa de la problemática causada por grupos terroristas de ideología comunista que pretenden conseguir con violencia y sembrando el miedo en la población que sus ideas sean adoptadas por el Gobierno.
Cuando culminé mis estudios y opté por el título de licenciado, mi situación económica mejoró, por lo que ahora puedo llevar a Mariana a sus clases de tenis en mi propio vehículo. Durante los tres años anteriores a graduarme de la universidad, trabajando para la constructora Graña y Montero, pude forjarme un nombre al demostrar mis capacidades, y cuando logré ser todo un ingeniero civil, mi sueldo se triplicó, además que obtuve otros beneficios. Hay semanas que el trabajo es duro, más que nada cuando debo viajar y pasar varios días o semanas completas supervisando obras en provincias del interior del país, pero todo esfuerzo es bien recompensado por la empresa. Claro está que es difícil pasar varios días lejos de casa, sin ver a mi hija; sin embargo, siempre me voy tranquilo a cumplir con mi labor profesional porque sé que Mariana se queda bajo el cuidado de mis padres, mi hermana y María, quienes me han demostrado que la aman y quieren lo mejor para ella.
Cuando regresé a casa de mis padres, ya con Mariana a mi cargo, quise acordar con papá un monto mensual que le entregaría por el alojamiento, alimentación, lavado y planchado de ropa, así como la limpieza de las habitaciones que usaríamos mi hija y yo, pero lo único que obtuve fue el rostro serio de mi padre y la pregunta si había descubierto que era hijo de otro hombre para tener que pagar por vivir en su casa. Papá nunca aceptó que aporte para el mantenimiento de las comodidades de la familia ni de la propiedad, y ese es un gesto más de su amor por mí y mi hija; sin embargo, yo comparto lo que tengo con la familia de alguna u otra manera.
Después de las clases de tenis en el club, todos los sábados voy acompañado de Mariana al supermercado más cercano para abastecernos de embutidos y enlatados importados, así como productos lácteos y golosinas que entrego a mi madre para que ella las utilice en la preparación de las comidas o engría a sus nietos. También le doy una generosa propina a María por lavar y planchar las ropas de mi hija y mías, así como por la limpieza de las habitaciones y baños que utilizamos. A Elena también le entrego un dinero que sé que no necesita porque la pensión de sobrevivencia que recibe le permite pagar la cara educación de mis sobrinos, mientras que papá cubre con el resto de los gastos que ella y sus hijos puedan tener, pero creo que a mi hermana le hace bien tener un dinero que ella disponga con libertad, ya que a eso la acostumbró su difunto esposo, y al no estar él más, soy yo quien le entrega cada fin de mes una suma que le permite salir con sus hijos y darse un gustito de vez en cuando. Mi hermana y cuñado me ayudaron mucho cuando Mariana nació; ellos fueron los únicos que me apoyaron y los primeros en enterarse de cómo era Olga en realidad, así como quienes intercedieron por mí ante mamá, ya que ella no quería saber nada de mí ni de mi familia, y al estar tan agradecidos por lo que hicieron conmigo es que con mucho gusto proveo de ese dinero a Elena y compro ropa, calzado y juguetes a mis sobrinos.
A mamá también le doy un dinero para sus cosas. Ella siempre me dice que no lo necesita, pero yo insisto, y al final no le queda de otra que aceptarlo. Con ese dinero ella ayuda a otras personas con necesidades por temas de salud, información que obtiene al asistir una vez por semana al voluntariado del Hospital del Empleado. Mamá compra medicinas, pañales, fórmulas lácteas, hasta batas y pijamas para los pacientes que no cuentan con dinero para asumir aquellos gastos que el seguro no cubre. Elena Bianchi de Bertolotto es recta y algo distante en su trato con aquellos que no forman parte de su familia, pero es humana; es capaz de sentir el dolor de los demás, solo que no llora ni se quiebra con ello, más bien actúa buscando cómo calmarlo, y así es como hace buen uso del dinero que le entrego cada mes.
A papá le agradezco por su ayuda invitándolo a almorzar o cenar una vez al mes. Mi idea era salir cada semana con él, pero supo argumentar bien que no permitiría que gaste mi dinero en él cuando tiene mucho más que yo: «Cuando logres que tus ingresos mensuales sean superiores a los míos, quizás acepte tu propuesta semanal de ir a almorzar o cenar»; así objetó mi padre mi deseo de agradecerle lo que hace por mi hija y por mí. De ahí que una vez al mes, usualmente un sábado, nos vamos a almorzar o cenar con él, Mariana y yo. Ella siempre camina contenta sujeta a una mano de su abuelo y la otra de su «papito mío» durante esa salida mensual, y a mi padre se le nota la felicidad por el momento que vive al lado de nosotros dos, el hijo y la nieta que recuperó. Cuando me fui de casa al casarme con Olga, mi padre no dejó de orar y rogar por que llegara el día que regrese a su casa, bajo su amparo, para culminar el trabajo que Dios le entregó cuando hizo que fuera mi padre, ya que al irme siendo tan joven, papá temía que la vida no fuera grata conmigo al no haber culminado una carrera que me permita sostenerme y porque me faltaba la madurez que me hiciera tomar buenas decisiones.
Editado: 23.06.2025