Amor de padre

Cambiando el destino: Capítulo VII

Es domingo, y, como no tengo obligaciones que me hagan despertar temprano, puedo dormir un poco más, pero mi despertador humano de casi siete años no permite que así sea. Son las 6‍ a. m., y Mariana está muy emocionada porque es mi cumpleaños y puede darme mis regalos. Mi niña siempre prepara un bonito dibujo donde aparecemos juntos con la familia y algún detalle que mis padres le ayudan a comprar. Mariana salta sobre la cama, y por más que yo quiera, ya no puedo aferrarme a la almohada.

Cuando pongo los pies sobre las babuchas, recuerdo el sueño que tuve, el regalo de cumpleaños que de seguro la divinidad me entregó para tener una sonrisa en el rostro desde que abro los ojos: la imagen de Alejandra caminando conmigo tomados de la mano. Eso es lo único que recuerdo, que ya es mucho decir porque es la primera vez que mantengo en la memoria aquello que contemplé mientras dormía. Ella vestía casual, con un bonito vestido estampado de flores, el cual quedaba perfecto con el día primaveral que vivíamos. Su cabello lo llevaba suelto y era tan largo que llegaba hasta el borde de su cintura. Su sincera y amable sonrisa aparecía, y yo recuerdo disfrutar mucho ese momento, algo tan simple.

Ni Mariana ni sus hijos aparecían en ese sueño, solo ella y yo. «Algo difícil que en la realidad se dé eso de estar solos en un paraje campestre, sin nuestros hijos», pienso mientras lavo mis dientes, ya que ella, al igual que yo, nos tomamos con mucha responsabilidad nuestras labores de madre y padre, respectivamente. Eso es algo de ella que me impactó, por ser tan joven. Según Fernando, Alejandra recién ha cumplido los veintiún años, por lo que, en mi lógica, está en una edad que la mayoría de jovencitas gustan de salir con las amigas, ir a fiestas, tener un enamorado con quien ir al cine y cuidar mucho de su apariencia. Sin embargo, ella no puede hacer vida como lo hace una señorita; ella ya es señora, y no porque ese título se lo haya dado aquel que la desposó y no se hace cargo de sus hijos, sino porque ella misma se apropia de este al lucir vestimenta recatada y mostrar una actitud de una dama que no está disponible para ser cortejada.

«Si es así, va a ser muy difícil que me haga caso y acepte mi invitación a cenar», reflexiono mientras bato el champú sobre mi cabello mojado para que haga espuma. El problemita es que yo no sé cómo tratar a una mujer que se da su lugar, a una que es decente. Con Olga, yo no hice nada, absolutamente nada; ella solita fue la que organizó todo entre nosotros desde el inicio de nuestra historia. Ni siquiera tuve que invertir algunos soles en salidas para conocernos, como vi a mis amigos hacer cuando estaban interesados en quienes ahora son sus enamoradas o novias, ya que más de uno está comprometido en matrimonio. Con Olga todo fue fácil, y con esa experiencia aprendí que «lo barato, sale caro»; «lo bueno cuesta», y «quien quiere celeste, que le cueste».

Todas las que vinieron después de Olga han sido como ella. En algún momento llegué a preguntarme si solo soy capaz de mirar a mujeres coquetas, que se insinúan con facilidad y no tienen vergüenza de que las vean del brazo de un hombre diferente con dirección a un hotel o a su apartamento. A mí sí me daba un poco de pena, y por ello traté, en lo mayormente posible, de no llamar la atención y pasar desapercibido cada vez que me iba con alguna “señorita moderna” para disfrutar de una buena performance de sexo. Y no es por justificarme, pero pasé varios años de celibato, desde que nació Mariana hasta un mes después de la muerte de Olga, ya que el sexo para mí era un placer negado, relegado al nivel más bajo de mis prioridades, por la enorme responsabilidad que obtuve al hacerme padre. Es por ello que por esos años siempre me negué ante las propuestas indecentes de aquellas mujeres que, al verme solo —aunque estaba bien casado, por las tres leyes: civil, religioso y a la fuerza—, se me ofrecían.

«Lo bueno de que Alejandra pertenezca a otro sector social es que a ella no ha llegado los rumores sobre mí, aquellos que nacieron cuando me tuve que casar apurado por haber embarazado a una joven seis años mayor que yo y se hicieron casi imposibles de silenciar con la escandalosa noticia que se multiplicó en todos los diarios locales y nacionales cuando Olga tuvo el accidente junto a Ramiro Reyes», señalo a mí mismo mientras termino de peinar mi cabello con el fin de lucir bien presentado y feliz para ir a misa con la familia. Puede que Alejandra haya leído la noticia y haya emitido alguna opinión sobre ella, pero después de tres años y medio, mi nombre, uno que no escucha a diario, por lo que no se le hace familiar, no debe relacionarlo con aquel suceso que fue de conocimiento de todo el país.

Mariana se emociona cuando escucha al Padre Álvaro decir mi nombre en plena misa. Mi hermana Elena se encargó de solicitar que se pida por mi salud y bienestar en este día de mi cumpleaños número veintisiete. A la hora de ofrecernos la paz entre los presentes, muchas miradas amables me felicitan por mi día especial, así como también llegan algunas que demuestran fastidio y, otras muchas, coquetería. Ya se imaginarán que las molestas son de aquellos que están relacionados con las señoritas que me ofrecen su preferencia, y digo esto porque quien está contenta con su pareja, no tendría por qué estar haciendo ojitos a otro hombre, salvo que gusten de andar en pecado.

Yo no hago caso a las malas o provocativas miradas, solo tomo de la mano a mi hija y camino junto a ella hacia donde está estacionado mi auto. Cuando estoy con Mariana, todo el mundo desaparece, así que me da lo mismo lo que los demás estén pensando o diciendo de mí. Sin embargo, entre la multitud que camina hacia la vereda, logro divisar la silueta de alguien que se me es familiar, y por primera vez, alguien capta completamente mi atención, aunque esté al lado de mi hija.




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