Amor de padre

Cambiando el destino: Capítulo X

Con las maletas cargando pura ropa de verano —recomendación de mi hermano Julio. Él dice que el invierno de Iquitos es el verano de Lima—, Mariana y yo nos encaminamos hacia el Aeropuerto Jorge Chávez. Con ayuda de mi padre pude conseguir pasajes de ida y vuelta en AeroPerú, ya que lo normal es que se compren con varias semanas de anticipación. Como es miércoles, nos despedimos de papá y mis sobrinos durante el desayuno, ya que ellos deben ir al trabajo y al colegio, respectivamente. A mamá, Elena y María les dijimos «hasta el domingo» antes de salir de casa. Ahora, en el taxi, mi hija y yo vamos haciendo una lista de posibles actividades a realizar durante nuestros días en Iquitos, ya que debemos considerar los tiempos de Julio y Grecia, con quienes queremos compartir las vacaciones y que no sean solo nuestros anfitriones.

Durante el despegue, que siempre es un poco turbulento, Mariana aprieta mi mano. A mi niña le encanta volar, pero no el momento cuando el avión asciende. Ya pasado ese instante, mi hija mira por la ventanilla la ciudad a lo lejos, hasta que llegamos tan alto que las nubes hacen que solo se vea el blanco que las caracteriza cuando no hay riesgo de tormenta. Después de un poco más de dos horas, llegamos a Iquitos, capital del departamento de Loreto y principal ciudad de la selva peruana.

Mientras el avión está girando sobre la pista de aterrizaje para estacionarse y que la rampa se acople a la puerta de salida, logro ubicar a Julio, quien viste el uniforme de oficial de la Marina de Guerra, esperándonos en plena pista. Por un momento pensé que mi hermano obtuvo ese beneficio por su rango, pero luego puedo ver que Grecia y la pequeña Fiorella también están ahí, así como otras personas que no forman parte del personal encargado del aeropuerto. A Mariana le indico que ahí está su tío Julio, y mi niña se ríe al notar, hasta en la simpleza del acto de mantenerse de pie, que mis hermanos gemelos son muy distintos uno del otro en su comportamiento y carácter.

Al bajar del avión, le pido a una aeromoza que me ayude con Mariana, ya que yo llevo dos mochilas y un enorme bolso de mano conteniendo algunos dulces limeños tradicionales que mamá envía. Mi hija se apoya en el barandal de la rampa y baja con cuidado cada uno de los peldaños, mientras que la aeromoza la sostiene de la otra mano. Al pisar suelo firme, mi hija agradece con un abrazo y un beso en la mejilla a la amable señorita que le ayudó en el descenso del avión, y al ver a mi hermano Julio acercándose, corre hacia él, quien la toma en sus brazos y la eleva mientras da unas cuantas vueltas. En ese aspecto, Julio y Fernando son igualitos porque el “gemelo divertido” hace la misma maniobra que el “gemelo serio” con mi princesita.

Al continuar Mariana con los saludos, acercándose a Grecia que se ha quedado rezagada con Fiorella en sus brazos y el coche de bebé a un lado, yo logro llegar donde está Julio, y dejando en el suelo con cuidado el enorme bolso de mano, saludo a mi hermano con un abrazo. En esta oportunidad, siento diferente este gesto de cariño proviniendo de Julio. Él abraza fuerte, pero es solo un par de segundos que utiliza para realizar el saludo; sin embargo, en esta oportunidad, él se toma más tiempo, y yo no me rehúso porque tras enterarme de que soy en parte el culpable de que haya sido destacado a Iquitos, tengo mucho que compensarle a mi hermano.

Ya con las maletas en nuestro poder, vamos al estacionamiento del aeropuerto donde la moderna camioneta de Julio nos espera. Observo la máquina, una todoterreno del 81 ensamblada en Estados Unidos, y me quedo maravillado porque solo una vez he visto una así en Lima. Mi hermano me explica que ni bien puso un pie en Iquitos, un ingeniero de petróleos que trabajaba para una empresa estadounidense se la ofreció a un precio muy cómodo porque estaba deshaciéndose de algunos enseres que no podía llevarse de regreso a su país después de terminar labores en Perú. Julio aceptó de inmediato a pagarle cada dólar que pedía sin problema porque reconoció que era un muy buen vehículo que le serviría muchísimo para trasladarse por trabajo o con la familia.

—Julio, ¿no tienes que regresar al trabajo? —pregunto algo preocupado porque mi hermano decide darnos un primer tour sobre ruedas por la ciudad, y, al estar uniformado, imagino que debe volver pronto a su unidad.

—Tengo permiso de mi superior. ¿Recuerdas al capitán de corbeta que era mi instructor en la Escuela Naval? —me pregunta Julio, y afirmo con un movimiento de cabeza—, pues él ahora es capitán de navío y jefe de mi unidad. Le comenté que mi hermano menor llegaría junto a mi hermosa sobrina a la ciudad por unos días, y no dudó en darme esta tarde libre para recogerlos y acomodarlos en casa. Si luzco el uniforme es porque también pedí permiso para hacerlo; quería que Marianita me vea vistiendo orgulloso el traje de mi armada.

—¡Y te ves muy guapo, tío Julio! —exclama mi niña feliz por el gesto de su tío para ella.

—Gracias, Marianita. Así que no te preocupes, Braulio. Demos una vuelta por la ciudad, para que vean que Iquitos posee una bella arquitectura colonial, y luego vamos a casa para dejar las maletas, cambien sus ropas por unas más ligeras, y salir a almorzar. Hay que celebrar el inicio de las breves vacaciones de ambos.

Cuando dejamos la camioneta, mi hija y yo sentimos el golpe de calor. No es que la temperatura supere los 30 °C, pero está muy por encima de la media que hace en Lima durante la temporada de invierno. Tras vestir prendas de algodón, propias para el verano, Grecia nos pide la ropa con la que llegamos para que la entregue a lavar. Ellos cuentan por horas con la señora Hilda, una risueña y muy amable oriunda residente que realiza las tareas de limpieza, lavado y planchado, ya que de la cocina y cuidado de Fiorella se encarga mi cuñada. El peculiar acento a la hora de hablar de la señora Hilda llama la atención de mi hija, quien se la pasa detrás de ella preguntándole mil cosas con tal de poder escuchar ese particular cántico con el que acompaña las palabras.




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