Al estacionar el auto en casa, bajo a mi princesita con sumo cuidado, tratando de no despertarla. No necesito tocar el timbre porque sin que me lo espere María abre la puerta y veo que está asustada.
—Niño Braulio, ¿dónde ha estado hasta esta hora con Marianita? —pregunta nerviosa.
—¿Por qué, María? —repregunto de inmediato.
—Su mamá está que echa chispas por la hora y porque no le ha dicho a dónde iba con la niña.
Llevando a Mariana en mis brazos, camino hacia la sala donde me encuentro con mis padres y mi hermana Elena. En mi cara se está marcando una sonrisa previa a soltar mi saludo, pero la mirada llena de terror de mi hermana hace que se pasme el gesto y termine siendo una mueca silenciosa. De inmediato mi madre gira hacia mí, ya que, al ingresar a la sala, ella estaba dándome la espalda.
—¡¿Dónde has estado con mi nieta hasta esta hora?! —exige saber mi madre. Está molesta, pero no entiendo por qué está descargando su ira conmigo.
—En los juegos mecánicos que han llegado al Jockey Club —respondo calmado, pero con duda. Miro a mi padre, y en su expresión facial puedo leer que mi madre se ha enterado de algo que prefería mantener lejos de su conocimiento, al menos por ahora.
—He formulado mal mi pregunta. ¡¿Con quiénes han estado tú y mi nieta hasta esta hora?! —ahora ya entiendo por qué mamá está así.
—Con Alejandra y sus hijos —suelto, y mamá se pone aún más roja al aumentar su ira. Cuando era niño, temblaba al verla así cada vez que Fernando hacía alguna de las suyas, ya que los gritos amenazantes con esa voz muy aguda que posee y el correteo con escoba en mano persiguiendo a mi hermano, quien intentaba esquivar los golpes a la vez que pedía perdón y misericordia, hacían que ella se parezca mucho a un personaje de la literatura infantil que, cuando vi en el cine a los cinco años, me traumó. A mamá la comparaba con la Bruja Mala del Oeste, personaje que aparece en el Mago de Oz.
—Y se puede saber por qué. ¡¿No me digas que esa mujercita te gusta?! –increpa mamá. El tono con el que dijo “mujercita” no me gustó.
—Y si fuese así, ¿cuál es el problema? —pregunto manteniendo la calma; no puedo olvidar que quien me confronta de mala manera es mi madre.
—Esa mujer es casada, ¡¡¡casada!!! —repite con mayor énfasis como queriendo que despierte—. O qué, ¿te la vas a robar y criarás a sus hijos como tuyos?
—Antes que nada, Alejandra no es un animal o una cosa que pueda simplemente tomar y llevarme —aclaro manteniendo mi semblante inexpresivo—. Ella, como sucedió conmigo, se casó con quien no debía, solo que no corrió con tanta suerte como yo que enviudé. Tiene casi tres años de haberse separado de ese sujeto y todo el derecho de rehacer su vida —me explico con voz firme, pero sin elevar el tono porque Mariana aún duerme en mis brazos y a quien le estoy aclarando el estado en que se encuentra el matrimonio de Alejandra es mi madre.
—¡Y tú la quieres hacer señora, como ocurrió con esa trepadora! —afirma mamá aún más alterada.
—Elena —mi padre pronuncia el nombre de mamá con la intención de llamarle la atención porque está más que claro que Alejandra y Olga no tienen punto de comparación.
—Ella no necesita a un hombre para ser señora. Su comportamiento hace que todos quienes la conocen la traten con respeto —respondo, y el esfuerzo por mantenerme en calma empieza a notarse al apretar mi mandíbula.
—¡JA! —exclama mamá con burla—. La que se murió cuando regresaba de pasar un romántico fin de semana con su amante era una muy respetable señorita y resultó ser una cualquiera —comenta mamá con una gran cuota de sarcasmo en la voz—. ¿Qué te asegura que esa tal Alejandra no será peor?
—Tengo una corazonada —menciono, y mamá estalla en una risa burlona—. Pero para saberlo con certeza, he decidido conocerla, y si en verdad es quién percibo que es, me daré una oportunidad con ella. Yo también tengo derecho a rehacer mi vida, corregir mis errores y ser feliz.
Lo que acabo de decir llena de orgullo a mi padre, quien me ofrece una sonrisa y mirada llena de satisfacción. En el rostro de mi hermana Elena lo que más resalta es la preocupación, pero esboza un pequeño gesto de apoyo al mirarme con ternura. No obstante, mamá estalla en ira.
—Tú no sabes elegir mujer; eres fácil de engañar, de embaucar, y una vez más te van a ver la cara —suelta mi madre sin darse cuenta que me está hiriendo.
—Elena, calla —ahora papá no solo la llama, sino que le pide a mamá que deje de hablar.
—Y ahora será peor porque esta nueva trepadora es más joven que tú, por lo que el ridículo que harás resaltará aún más. Todos quienes nos conocen se reirán una vez más de ti porque es un hecho que serás un cornudo otra vez —siento cómo mi nariz pica y las lágrimas se acumulan en mis ojos. Mamá se deja llevar por la ira y me insulta sobrepasando los límites de lo que es permitido para una madre.
—¡Elena, ya cállate! —la voz de papá se eleva con autoridad, pero mamá no hace caso y sigue lastimándome.
—Entiende algo, a esa la vendieron los padres al mejor postor —empieza mamá a narrarme una historia que nace de la ira que la ha cegado—. Como deben ser unos muertos de hambre, un simple suboficial de la Policía los impresionó, y se la vendieron por unos cuantos soles. No se puede negar que la tal Alejandra es guapa, y, por ello, a los catorce años, cuando debía estar jugando a las muñecas, empezó un cortejo que terminó en matrimonio dos años después, una mera formalidad que de seguro el suboficial exigió para que no sea acusado de perpetrar un delito.
Editado: 04.08.2025