Como se lo había prometido a mamá, Cecilia le narró con lujo de detalles —y algo de exageración— lo ocurrido en casa de Alejandra.
—Mamá, es cierto que no hemos tenido mucho tiempo para compartir con Alejandra, pero lo poco que hemos podido conocer de ella, me resulta una mujer hermosa y muy educada —habla Cecilia en nombre de mis hermanos y cuñados que me acompañaron, y todo lo que acaba de comentar no es una exageración.
—Lo sé, hijita, la conocimos saliendo de la misa el día del cumpleaños de tu hermano —mamá sonríe con algo de vergüenza en la mirada, debe recordar el incómodo momento que vivimos cuando perdió la ecuanimidad hace una semana.
—Ese detalle no me lo comentaste, madre —ahora es Cecilia quien recrimina a mamá. Ellas se cuentan todo, pero si mamá omitió esta información, significa que, en su momento, quiso evitar sobrepensar la idea de que en mí estuviera naciendo el interés por una mujer que se notaba feliz al estar casada.
Tras pedir que los miembros más jóvenes, bajo la supervisión de María, se queden degustando en el comedor de la cocina los postres que trajo mi hermana y cuñado, los adultos nos dirigimos a la sala donde mamá explica la enorme preocupación que fue creciendo en ella cuando se imaginó lo que es real, que yo estaba interesado en Alejandra, pero con un detonante que encendió sus alertas, el hecho que ella era casada y no lo disimulaba. Retomando la narración de lo ocurrido hace una semana, tras regresar con Mariana de la cita que tuvimos con Alejandra y sus hijos, mi madre pudo dar a mis hermanos y cuñados mayores detalles sobre cómo la llamada de Roció Armendáriz hizo que todos sus miedos, que empezaron a avivarse al conocer a Alejandra y medio saber quién era, exploten, salpicando una serie de vaticinios negativos para mí y creando un malsano relato del pasado de Alejandra.
—Madre, no creí que tuvieras una imaginación tan tóxica —suelta Fernando ni bien termina de contar mamá con precisión lo ocurrido. El matonazo que Sandra deja en el brazo de mi hermano nos duele a todos porque fue administrado con precisión. Se nota que mi cuñada es la única hija mujer en una familia de varios vástagos, todos hombres, por lo que le enseñaron bien a golpear para defenderse, aunque ella lo utiliza para escarmentar a su marido cada vez que dice lo que debería callar.
—¡Es el miedo de que Braulio vuelva a tropezar con la misma piedra, inteligente! —resume magistralmente Cecilia.
—¡No me merecía ese manotazo, mi reina vicús! —se queja Fernando. Como Sandra proviene de Piura, ciudad donde siglos atrás vivieron los vicús, una cultura que se desarrolló en la costa norte del Perú antes de la aparición del Imperio inca, le da ese cariñoso título—. ¡Y sí entendí el mensaje, brillante Cecilia! —refuta mi hermano de la misma manera como lo hacía cuando éramos más jóvenes y dependientes totales de nuestros padres—. Igual, considero que mamá hizo mal en permitir que su mente volara entre escenarios no reales. Está mal sacar conclusiones de lo que se desconoce y profetizar un futuro catastrófico para Braulio, así como contar una irreal historia sobre el pasado de Alejandra. Entiendo los miedos de mamá, pero eso no justifica que se comportara como lo hizo.
—Lo s-sé, hijit-to, por eso est-toy muy arrep-pentida —la voz entrecortada de mamá hace que todos dejemos de enfocarnos en Fernando y prestemos atención en ella—. Por mi temperamento, preferí alejarme y callar cuando tu hermano se casó con quien, desde el primer momento que supe de ella, me dio mala espina, pero eso solo acumuló resentimiento en mí, algo que no es bueno guardar porque, si llegas a olvidarte que lo tienes escondido debajo de capaz y capaz de recuerdos, puede surgir ante cualquier hecho que el subconsciente relaciona con aquel suceso que creó el resentimiento —todos quedamos sorprendidos por el elocuente comentario de mamá—. Esto me lo explicó el psicólogo del hospital que trabaja con enfermos crónicos que están desahuciados.
Mamá nos comenta que, aunque la perdoné, así como el resto de la familia, sentía la necesidad de hablar sobre su explosión emocional con alguien ajeno a nosotros, pero que a la vez pudiera aconsejarla. Pensó en ir a la iglesia y hablar con el padre Álvaro, pero en el hospital se encontró con el doctor Palacios, el psicólogo del área de pacientes crónicos desahuciados que están hospitalizados a la espera del final de sus días. Fue el doctor Palacios quien le explicó que no es bueno reprimir emociones, que por callar lo que el miedo, la tristeza, la ira, la alegría, el asco y la sorpresa quieren expresar, se termina guardando sentimientos que no son favorables, los cuales, al acumularse sin medida, salen de golpe a la luz, a veces de manera violenta, con cualquier estímulo que, muchas veces, ni siquiera es importante.
—Entonces, si estoy enojada, ¿debo gritar y soltar todo lo que siento en ese momento? —pregunta mi hermana con notoria cara de no entender el punto que explica mamá.
—Esa fue la misma pregunta que le hice al doctor Palacios, y él me explicó que cuando se siente enojo hay que hablar sobre los hechos que lo producen, lo que me está causando el enojo, ya que esa es la única forma de calmarlo. Confrontar a la persona o situación que me enoja, pero manteniendo la calma, lo que es posible porque, si no tengo enojo acumulado, no hay sentimientos que me puedan hacer explotar. ¿Si entienden el punto? —todos movemos la cabeza afirmativamente, pero en nuestros rostros se nota que no estamos muy convencidos.
—Como la persona que es buen estudiante o empleado y nunca celebra las metas que alcanza. Al reprimir la alegría, lo que hace es perder autoestima, y cuando el éxito llega ni se percibe porque no se siente merecedor de ello —ejemplifica papá, y todos comenzamos a entender el punto del doctor Palacios.
Editado: 22.09.2025