Amor de padre

Cambiando el destino: Capítulo XX

Cinco años de felicidad han pasado en un abrir y cerrar de ojos. En la expresión “el tiempo vuela cuando la vida es buena” hay mucha verdad. Cuando llegamos a la casa de Surco en mayo de 1984, Mariana, Javier y Ernesto eran nuestros únicos hijos, pero ahora ya se ha sumado Braulio, el primer niño que es la mezcla perfecta entre Alejandra y yo.

Braulio “tercero”, como le decimos cariñosamente a mi hijo que sigue con la tradición del nombre que comparte con mi padre y conmigo, nació al año de llegar a la casa de Surco. Para Alejandra y para mí, que aún no estamos casados, el nacimiento de nuestro hijo en común significó mucho. No solo era una nueva vida con la cual se nos bendecía, sino que Braulio tercero era la prueba viviente de que nuestro compromiso es sólido y permanente.

Al inicio de nuestra convivencia, muchos fueron quienes no apostaron por nuestra unión al creer que la diferencia de clases sociales que existía entre Alejandra y yo podría influenciar de manera negativa en nuestra relación. Sin embargo, el tiempo les ha demostrado que lo que nos une es más fuerte que lo que nos hace diferentes. Ambos, siendo muy jóvenes, sufrimos terribles decepciones al pensar que las personas con las que nos casamos eran aquellos que nacieron para hacernos felices. Haber fracasado en un primer matrimonio y no sucumbir ante el dolor porque teníamos hijos a quienes sacar adelante, han sido dos características con las que nos identificamos e hicieron que uno se reconozca en el otro. Pero más allá del sufrimiento que ambos experimentamos antes de encontrarnos, los que nos unió fue reconocer la bondad en nuestro interior y el amor que tenemos, no solo el uno para el otro, sino para nuestros hijos, familia y para nosotros mismos.

Al inicio de nuestra vida juntos, Alejandra recibió terapia psicológica, ayuda profesional que sirvió para que ella cambie la manera de pensar sobre lo que nos depara el futuro, la cual estaba basada en el pesimismo, en esperar lo peor. Después de dos años de ser tratada por la Dra. Cornejo, mi Ale ríe sin esperar que la mala suerte llegue a arrebatarle la felicidad, así como no desprecia el dinero al pensar que es el causante de envilecer los corazones de quienes lo posean. Ella entendió, por el episodio de maltrato que vivió a manos de su hermano y madre, que el mal no está en el dinero, sino en los corazones de las personas.

Por el éxito de la terapia psicológica de Alejandra, le propuse a Pedro que se anime a ir donde la Dra. Cornejo, pero mi cuñado, entre bromas y risas, se excusó y rechazó mi oferta. El buen Pedro sigue trabajando en el Ministerio de Transporte y Telecomunicaciones encargándose del ascensor y otros trabajos relacionados con la atención de los visitantes y del personal que labora ahí. Aún está soltero, y, en lo que va viviendo con nosotros, nunca ha traído a alguna señorita para presentárnosla como su novia. Mi cuñado me dice que con lo poco que gana, no podría mantener a una familia, y para tener hijos a quienes no les pueda dar de comer bien y educación completa, como sucedió con él y sus hermanos, prefiere quedarse solo.

Más de una vez le he propuesto ayudarle a conseguir un mejor trabajo, que asuma un nuevo reto laboral que le permita ganar más dinero, pero él siempre se niega a aceptar mi oferta. Por un momento pensé que Pedro era bueno, divertido, pero ocioso, que se conforma con lo poco que gana, pero la verdad es que él vive con vergüenza porque no escribe ni lee bien. Él reconoce que no fue un buen alumno en el colegio —a diferencia de David y de Alejandra, quienes terminaron la primaria recibiendo diplomas de honor por su buen rendimiento en las aulas—, pero al menos aprendió a leer, escribir y las operaciones matemáticas básicas, lo que para él es lo más importante de ir a la escuela. Cuando empezó a trabajar, no lo hizo explotando su intelecto, sino su amabilidad y buen trato para los demás. Así que Pedro nunca más volvió a escribir ni leer, algo que ahora lamenta porque su caligrafía y ortografía es pésima, así como su lectura a voz alzada.

Para un hombre es más vergonzoso que para una mujer aceptar sus debilidades y carencias, por lo que no insistí con Pedro. Sin embargo, Mariana, quien estaba en el segundo grado de primaria cuando nos mudamos a la casa de Surco, tras aprender a leer y escribir le gustaba jugar a que ella era la maestra y sus hermanos y tío, sus alumnos, algo a lo que Pedro no se podía negar. Mi princesa le dejaba a Pedro varias planas de caligrafía y cuentos cortos para leer de tarea. Ella había destinado un cuaderno del año anterior de estudios, que aún tenía hojas utilizables, para el mayor de sus alumnos. Ahí mi hija dejaba para mi cuñado los mismos ejercicios que ella repitió para aprender a escribir. Pedro tenía toda la semana para hacer las planas y leer los cuentos, ya que Mariana se convertía en la maestra los sábados por la tarde, cuando tenían tiempo para esos juegos. Así mi hija hizo que Pedro mejore su caligrafía y su lectura, pero no como para sentirse más seguro y postular a un mejor trabajo.

Desde que llegó a vivir con nosotros, no he aceptado ni un sol del dinero de Pedro. No es que vea a mi cuñado como un necesitado, alguien a quien debo ayudar porque posee un sueldo precario, sino que cuido así de mi familia porque sigo el ejemplo de papá. Cuando regresé a la casa de mis padres tras la muerte de Olga, don Braulio Bertolotto Carpio no permitió que le entregara parte de mi salario por el techo, la comida y cuidados para mí y mi hija. El argumento que siempre utilizó fue que mi salario era demasiado chiquito a comparación de lo que él recibía por su trabajo en la Policía Nacional y la herencia de su familia.

Al ganar varias veces más dinero que Pedro, puedo asumir solo todos los gastos en casa. En algún momento quiso que le reciba un pago por renta, como si estuviera alquilándome el espacio que habita en nuestro hogar, pero me negué rotundamente. Cuando lo hice, me dijo que no podía seguir viviendo con nosotros, ya que sentía que su dinero no tenía valor en mi casa. Ante esa situación, no me quedó más que explicarle sobre el ejemplo que recibí de papá. «Entonces, utilizaré mi dinero para comprar dulces para mis sobrinos, pequeños regalos para mi hermana y cervezas para ti —me miró con picardía cuando le puse cara de no entender por qué me regalaría cervezas cuando siempre he sido de tomar poco—. Está bien, te compraré uno que otro vinito que podrás guardar en el barcito que has hecho y ni usas, salvo cuando organizan alguna reunión social en casa», fue lo que concluyó Pedro que haría con su dinero tras acordar que la ayuda que él me da en casa es cuidar de los míos cuando salgo de Lima por trabajo.




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