Aunque no he podido cerrar los ojos y caer en un profundo sueño, dejo la cama para salir a correr a las 4 a. m. El miedo que ayer sentí se está convirtiendo en ira, una contra Ramiro Reyes. El muy cobarde me había dado su palabra, así como su padre, de no volverlos a ver en mi vida, ya que lo único que yo tenía y él quería era a Olga, pero en realidad, esa mujer nunca fue mía, siempre le perteneció a él, y con su muerte, yo me liberé del yugo que significó creer en sus engaños.
El deseo de encontrarme a ese tipo y romperle la cara hasta desfigurarlo por completo hace que pueda correr a una velocidad que nunca había conseguido sostener por tanto tiempo. El impulso que me dan la adrenalina y el cortisol es de no creer, pero cuando mis pulmones no dan más, el bajón se siente en mi cuerpo como si una enorme carga hubiera caído sobre mí. Al notar el paso de las horas en el firmamento, voy a la panadería, como siempre, por el pan para el desayuno. Antes de salir a descargar parte de las emociones acumuladas por lo de ayer, Ale me dijo que no olvide que tenemos más hijos de quienes debemos ocuparnos también, que los chicos irán al colegio, aunque Mariana no lo haga, y que debemos seguir nuestra rutina como si nada hubiera sucedido.
Y esto último es lo que me cuesta, seguir la rutina como si todo estuviera bien porque no lo está. Un desgraciado de mi pasado quiso quitarme a mi niña, y eso me ha hecho recordar lo vulnerable que soy. Para mí, mi familia lo es todo, y ahora que he logrado construir la mía propia, no quiero que nada ni nadie la dañe. Sin embargo, Ale tiene razón, Javier, Ernesto y Braulio tercero deben seguir con sus rutinas; ellos son niños, aún muy jóvenes para preocuparse por temas que competen solo a los adultos.
Al llegar a casa, como no tengo que apurarme para ir a trabajar, entro en la cocina para ayudar a Ale a avanzar el desayuno. Ella ahora también tiene un poco más de tiempo porque no tendrá que subir a arreglar los cabellos de mi niña para que vaya al colegio con un bonito peinado. Entre los dos, en silencio, terminamos de picar la fruta y preparar los sánguches que desayunaremos en familia, así como de llenar las loncheras de nuestros hijos para que tengan algo rico y nutritivo con que recargar energías a mediodía. Luego sigo con mi rutina, la de ir a ayudar a Javier y Ernesto a estar listos.
En mis dos varoncitos mayores noto las ganas de llenarme de preguntas sobre lo ocurrido ayer, pero al darse cuenta que es un tema que me afecta, se contienen, y eso lo aprecio muchísimo. Mis niños, aunque no son mi sangre, son mi corazón y mi alma, por eso me aman tanto como yo los amo a ellos, y por eso, la curiosidad se limita para no herirme con preguntas que ahora no sé cómo responder.
Tras bajar con ellos al comedor para desayunar, recibo a la señora Adelaida, quien también luce nerviosa al mirar las dos camionetas que transporta a cuatro hombres de seguridad cada una. Si fui a correr, lo hizo por la tranquilidad que me da el saber que esos ocho hombres entrenados y armados están protegiendo a mi familia.
—Tuve que explicarle a la señora Adelaida que la seguridad que resguarda la casa no se debe a que terroristas hayan querido secuestrar a Mariana en el colegio —comenta Ale cuando voy a la cocina por las jarras de jugo recién hecho.
—Pobre señora Adelaida, habrá venido a trabajar cargando un enorme miedo al pensar que en cualquier momento un contingente terrorista, armado hasta los dientes, llegaría a destruir la casa para hacernos daño —trato de bromear, y Ale, porque me ama, sonríe como si el chiste me hubiera salido bien.
—Ella estaba pensando en renunciar, para salvaguardar su integridad, pero al explicarle que lo sucedido ayer no tiene que ver con terrorismo de ningún tipo, ha reafirmado su compromiso laboral con nosotros —Ale se me acerca y deja una caricia en mi rostro mientras acomoda uno de mis cabellos que cayó sobre mi frente.
—Gracias, Ale, ¿qué haría yo sin ti? —le pregunto, pero no como siempre lo hago, con coquetería y provocación, sino con ganas de querer llorar porque ahora, más que nunca, me doy cuenta del gran soporte que tengo en mi esposa.
—No lo sé, nunca pienso en ello porque sería darle vueltas a la idea de qué sería de mí sin ti, y prefiero gastar energías y tiempo en pensar cómo hacerte feliz, en compensación de que te la pasas buscando mil maneras de hacerme la mujer más feliz de todo el universo —mi esposa es linda, más de lo que me merezco, por eso la valoro y me preocupo en cuidar de ella en todo aspecto.
Al ver el espacio de Marian vacío en la mesa, comienzo a sentirme ansioso. No disfruto el desayuno como siempre, y mis hijos lo notan. A Pedro le encargo llevar a los niños al colegio y que luego se vaya en el auto al trabajo. Mi cuñado bromea que en menos de un minuto pasará de ser el chofer de niños adinerado a colectivero de la avenida Arequipa.
—Braulio, aunque sea por delicadeza, ríete de mis chistes —Pedro me pide con algo de lamento en la voz, ya que a mi cuñado le afecta verme así, entre preocupado y ansioso.
—Lo siento, Pedrito. Tus chistes son buenos, soy yo quien ahora no está para disfrutarlos.
Tras despedir a Pedro, Javier y Ernesto, voy por Braulio tercero, quien baja las escaleras frotándose los ojos porque aún tiene mucho sueño. Mi niño lleva puesto el uniforme del nido, pero aún falta que lo peinen. Esta mañana aprovecho a ser quien se encargue de su peinado, haciéndole el mismo que Javier, Ernesto y yo usamos. Tras ayudarle a tomar el desayuno sin que manche el uniforme, Ale lo toma de la mano y se va con él caminando al nido que está a unas cuantas cuadras de la casa.
Editado: 25.08.2025