—¡Vamos, Avelino! ¡El equipo te necesita! —insiste Manolo, aunque ya le dije como diez veces que no.
Estoy trabajando desde las 4 a. m. cargando cajas y limpiando el muladar que los demás no fueron capaces de evitar acumular en la trastienda del puesto de doña Perla. Un cargamento de mangos, el primero de la temporada, llegará en la madrugada y no podemos colocar la nueva mercadería sobre los restos de fruta podrida y cajones rotos. A ese par de mocosos despreocupados de Jacinto y Pedro los voy a regañar por una semana, además de asustarlos con que haré que les descuenten del salario por cochinos. Hoy tuvieron suerte porque ha sido su día libre, pero mañana los haré trabajar como si no hubiera mañana.
Solito me encargué de esta chambaza, ya que hubo bastante venta, a parte que es el día de reparto de mercadería a las juguerías y restaurantes que abastecemos dos veces por semana. Las innovaciones propuestas por el Charlie, esas de ampliar el negocio al ofrecer servicio exclusivo a clientes grandes, que compran por mayor y a un ritmo frecuente, está bueno, pero el trabajo va a terminar conmigo si no cuento con Servando y Marlon en el puesto por estar haciendo los repartos y porque ese par de mocosos no me ayudan con algo tan simple como es mantener limpio el área del puesto. Creo que necesitamos a más gente.
A Chela, Adela y Marcela no las iba a poner a limpiar porque había bastantes cajones pesados que cargar. Ellas son mujeres, por lo que no están hechas para esta clase de trabajos. Además, ellas hacen más por el negocio al estar en el frente de la tienda para atender a los clientes que llegan a diario al mercado por la rica fruta. Con sus sonrisas y amable atención han conseguido que todo el que compra vuelva, por lo que nuestros clientes son fieles a nosotros, así que, para no acabar molido, no podía sacrificar la venta al menudeo del día.
—Manolo, estoy cansado —empiezo a explicarle una vez más a mi amigo, pero esta vez con un tono más enérgico de voz y sin dar vueltas por el puesto, sino mirándolo a los ojos, para que me entienda—. Llevo casi dieciocho horas trabajando sin parar, los brazos y la espalda me duelen por todos los cajones que he cargado y por cuantas veces le he metido baldazos de agua con desinfectante y trapeador a la loza de la trastienda. Lo único que quiero hacer al salir del mercado es tomar un baño y dormir unas cuantas horas porque a las cuatro de la mañana debo estar aquí para recibir el camión que llegará de Tambogrande con el mango que todos quieren, pero solo nosotros tendremos. ¿Me entiendes, Manolito? —pregunto con algo de ironía mientras golpeteo su mejilla con mi mano.
Manolo es muchacho, apenas veintidós años. Tiene toda la energía del mundo para el fulbito después de la chamba por su juventud y porque trabaja en una mecánica donde solo debe cumplir el horario de 7 a. m. a 6 p. m., con su respectivas dos horas de almuerzo, de lunes a sábado. En cambio, yo, a mis cuarenta años y con un trabajo que jamás salgo a la hora pactada en mi contrato de palabra, empiezo a tener problemas para seguir el ritmo de mis amigos más jóvenes.
—Pero la doña no puede hacerte trabajar tanto, ¡te está explotando! —suelta Manolo justo cuando doña Perla y su hijo, el Charlie, llegan al puesto. Estoy tan cansado que el gesto que me imaginé lanzándole a Manolo para que se calle no me salió.
—¡¿Cómo que exploto a Avelino, Manolo?! —exige saber doña Perla con esa voz aguda que tiene, que cuando grita revienta tímpanos.
—D-doña P-perla… —dice Manolo tartamudeando por miedo.
Doña Perla Culqui Herrera viuda de Huaracaya es mi jefa, la dueña del puesto de fruta más grande, mejor surtido y preferido de toda la clientela del Mercado de Frutas Nicolás Ayllón. Los más de cincuenta y cinco años trabajando en el negocio de la fruta —desde los años mozos en su natal Duraznopampa, pueblito de la provincia de Chachapoyas, en el departamento de Amazonas— hacen de doña Perla toda una experta en estos menesteres, por lo que es la matriarca de la Asociación de Propietarios del Mercado de Frutas Nicolás Ayllón. Además de la experiencia, el cargo y el dinero que le sobra, todos quienes la conocen por estos linderos la respetan porque saben que es una mujer de armas tomar, ya que, en más de una ocasión, ha sabido defender lo suyo con arma de fuego en mano. Y es ese detalle con número de calibre lo que hace que Manolo luzca nervioso ante darse cuenta que la doña lo escuchó rajando de ella.
—No tome a mal lo que Manolo acaba de decir, doña —defiendo a mi joven amigo, quien me mira con ruego y terror brotando por los ojos—. Lo que pasa es que le estoy explicando que no puedo ir a jugar partido porque estoy cansado después de limpiar yo solo la trastienda y porque debo levantarme temprano para recibir la primera tanda de mango que llegará al mercado.
—¿Cómo que desde que llegaste a las cuatro de la mañana no te has ido a tu cuarto? —pregunta preocupada y molesta doña Perla. A ella no le gusta que su gente trabaje más de lo que debe.
—Cuando empecé a ordenar los pedidos que Servando y Marlon repartieron hoy, me di cuenta que la trastienda estaba sucia. El lote de mango llega mañana, y no podía permitir que metiéramos los cajones en ese lugar que apestaba a fruta podrida, por lo que me puse a limpiar yo solo, ya que Jacinto y Pedro hoy descansa y las chicas no podían desatender la venta minorista.
—Pero mantener la trastienda limpia es trabajo de Jacinto y Pedro —comenta doña Perla mientras se pone colorada del enojo que empieza a subir—. ¡Ese par me va a oír! Y no me digas que no sea tan dura con esos dos, Avelino. A ti te pago para que administres el negocio, no para que estés haciendo trabajo de limpieza. Debiste retirarte a mediodía y retornar recién a las 5 p. m. para el cierre de la venta del día. ¡Con razón estás tan cansado!
Editado: 22.11.2025