Nunca pensé que mi vida se resumiría en tres palabras: sin trabajo, sin techo y sin dignidad.
Si alguien me hubiera dicho que hoy iba a ser uno de mis peores días, habría preparado café doble. Pero no. Ahí estaba yo, con mi cara de buena gente y mi delantal manchado de leche, escuchando al gerente del café —un hombre con menos empatía que una licuadora industrial—decir:
—Valentina, sos excelente profesional, pero vamos a cerrar una de las sucursales.
Su sonrisa falsa cuando llegue a las nueve de la mañana debió haberme advertido que algo malo venía.
—Ajá… ¿y voy a adivinar cuál, la mía? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
Ahí estaba yo, con mi mejor sonrisa de “no voy a llorar frente a usted”, aunque en realidad tenía muchas ganas de hacerlo.
—Es temporal —mintió descaradamente—. Apenas se estabilice todo, te volvemos a llamar.
Sí, claro. Lo mismo le dijeron a mi ex cuando lo echaron de su grupo de música y todavía está esperando.
Trabajaba en una cafetería chiquita, de esas que huelen a pan recién hecho y café recién molido, y me gustaba el ambiente.
Cinco minutos después estaba afuera, con una caja de cartón llena de mis cosas: una suculenta moribunda, un mate sin bombilla y mi autoestima agonizando.
Encima, Buenos Aires amaneció gris, con ese frío que te cala los huesos y te recuerda que estás lejos de casa, sin mamá, sin tinto y sin arepas. Pero bueno, todavía tenía mi departamento.
O eso creía.
Mi contrato de alquiler vencía en dos semanas.
Ya sabía que, si no conseguía otro trabajo rápido, iba a tener que empacar mis cosas y buscar dónde caerme muerta. Sin embargo, dos horas después, no me esperaba el mensaje de la señora Marta, mi casera con alma de contadora pública, que me cobraba como si el monoambiente tuviera vista al Obelisco y no al muro del edificio de al lado.
“Hola, Valentina. Te aviso que el contrato vence en dos semanas. El nuevo precio será de $600,000.00. Tenés una semana para confirmar si renovás o libero el departamento.”
Me quedé mirando el celular en silencio, como esperando que las letras se reorganizaran solas y dijeran algo distinto.
Pero no. Ahí estaba, clarito: una semana para confirmar.
—No, pues, maravilloso —le dije a Arepín, mi gato callejero rescatado, o mi hijo, según mi mamá—. Desempleada y a punto de ser desahuciada.¡Qué buena racha, mor!
Y lo peor: sin novio, sin ahorros, y con un gato que come más atún del que puedo pagar.
Suspiré y seguí habland con él.
—¿Sabés qué, Arepín? Nos quedamos sin techo, sin plata y sin plan, parece que oficialmente tocamos fondo.
El gato solo me miró, se lamió una pata y bostezó. Ni una pizca de solidaridad. Cuando creía que me estaba ignorando maulló como sidijera “bienvenida al club”.
—No parce gracias, estabas mejor en silencio.
En momentos de crisis solo hay una persona a la que puedo llamar: Laura, mi mejor amiga.
La misma que tiene soluciones tan rápidas como dudosas, que tiene un posgrado en decisiones cuestionables, que… mejor no sigo.
—Tranquila, Vale, vamos a encontrarle la vuelta a esto —me dijo apenas le conté mi tragedia, con ese tonito porteño que parecía que todo tenía arreglo.
—¿Una solución que no implique vender órganos? —solté, medio en serio, medio en chiste, con las manos al aire.
—No seas exagerada, Vale.
—No exagero, parce, estoy a un paso de vivir bajo un puente, ya me veo durmiendo con un cartón de almohada.
Ella soltó una risa breve, como quien no puede evitarlo.
—¡Que dramática que sos! —siguió con una media sonrisa—.Mirá, si en dos semanas no conseguís un lugar, podés quedarte conmigo.
Me quedé con los ojos bien abiertos, como si me hubiera dicho que me iba a regalar la luna, por algo era mi mejor amiga y la quería mucho.
—Ay, Dios… no sé si agradecerte o salir corriendo —reí, llevándome las manos a la cabeza—. Con mi suerte, fijo terminamos matándonos antes de fin de mes.
Laura soltó una carcajada.
—Dale, exagerada. Igual, no te preocupes. Algo se me va a ocurrir.
—Por favor, que sea algo legal —pedí con una sonrisa nerviosa.
—Obvio —respondió con una seriedad tan falsa que me hizo dudar.
Suspiré, sabiendo que cuando Laura decía “algo se me va a ocurrir”, el universo se ponía en modo caos. Pero como no tenía nada más que perder, solo atiné a decir.
—Bueno… sorpréndeme.
Mientras cortábamos la llamada, tuve esa sensación incómoda, la misma que da justo antes de que tu vida se dé vuelta como una media.
Pero bueno, nadie dijo que sobrevivir en otro país iba a ser fácil… solo que nunca imaginé que el caos iba a llegar tan pronto.