Amor en alquiler

Capítulo 2

Existen tres etapas en la vida adulta:
1. Negar que estás en crisis.
2. Llorar mientras revisas precios de alquiler.
3. Aceptar que tu gato come mejor que tú.
Yo estaba oficialmente en la tercera.
Desde que me quedé sin trabajo en la cafetería —mi única fuente de ingresos estable y de café gratis—, mi cuenta bancaria parecía una broma cruel.
El contrato de mi departamento terminaba en una semana y la única oferta que había encontrado hasta ahora incluía compartir habitación con dos desconocidas y un perro llamado Nietzsche.
Así que ahí estaba yo, sentada en la biblioteca de la facultad, scrolleando en el grupo de Facebook —un grupo que era puro drama: publicaciones con roommates que robaban comida, arrendadores fantasmas y, en general, gente que necesitaba más terapia que alquiler— “UBA Compartimos Deptos - Sin psicópatas, por favor”, con la desesperación de quien busca oxígeno.
Dicen que cuando una puerta se cierra, otra se abre… Ese era mi mantra desde hace una semana y estaba empezando a perder las esperanzas.
Mi contrato terminaba en ocho días. ¡Ocho días, Juemadre!
Hasta que lo vi.
Un post que parecía demasiado bueno para ser real.
“Se busca compañero/a de departamento. Responsable. Zona Palermo. Habitación privada, servicios incluidos. Precio negociable. Limpieza compartida (no negociable). Preferentemente estudiante. Sin mascotas.”
Solté una risita incrédula. “Sin mascotas.”
Hice clic en las fotos.
El lugar parecía un sueño: living con luz natural, piso de madera, balcón con plantas, muebles modernos y un sillón gris que gritaba “Netflix y aire acondicionado”.
El tipo que lo alquilaba debía tener dinero. O gusto. O ambos.
El nombre del perfil decía Tomás P.
Y la descripción me dio curiosidad:
“Propietario. Estudiante de Derecho. Gente ordenada, por favor. No fumo. No armo fiestas. Si sos tranquilo, bienvenido.”
Propietario.
A esa edad, tener un departamento propio era tan raro como encontrar pareja funcional.
Volví a mirar las fotos, parecía el lugar ideal salvo por dos detalles:
1. No aceptaba mascotas
2. El departamento era hermoso, por lo que, precio negociable seguramente significaba impagable para mí.
Y otro detalle me congeló: en el reflejo del ventanal, medio desenfocado, se veía a un chico alto, de camisa blanca arremangada, tomando la foto.
Respiré hondo. Orgullo aparte, necesitaba un lugar y no perdía nada preguntando.
Así que escribí.
—“Hola, Tomás. Vi tu anuncio en el grupo. Estoy interesada. Estudio psicología, no fumo, y soy responsable. ¿Sigue disponible?”
Le di enviar y crucé los dedos.
No esperaba una respuesta inmediata.
Pero cinco minutos después, el teléfono vibró.
“Hola, Valentina. Gracias por escribir. El departamento sigue disponible, pero necesito comentarte algunas condiciones antes. ¿Podemos hablarlo en persona?”
¿Condiciones?
Perfecto. Sonaba a trampa o a contrato notarial.
— “¿Tipo de condiciones?”
— “Nada grave. Mejor lo charlamos. Café Las Heras, mañana a las 19:00. Si llegás tarde, la oferta expira.”

“Si llegás tarde, la oferta expira.”

¿Qué oferta? No tocamos el precio del alquiler, que seguramente costaba todo el sueldo que ya no ganaba.
Ni siquiera lo conocía y ya me estaba dando órdenes.
Qué encanto.
—¿Qué cara es esa? —preguntó Lau, que acababa de llegar con una empanada en la mano.
—Encontré un anuncio…
—¿Y?
—El tipo que alquila el departamento me citó para hablar de condiciones.
—¿Lindo?
—No sé. No tiene foto de cara.
—Entonces puede ser un asesino o un abogado. En ambos casos, cuidate.
Reí, pero igual acepté.
¿Qué podía salir mal?
(Spoiler: todo)
Al día siguiente, estaba ahí a dos calles del café, lista para llegar puntual.
No me arregle demasiado. Solo iba a ver un posible alquiler, no a una cita.
Pero luego me miré en la vidriera de la cafetería y recordé que Buenos Aires tiene una manía: justo cuando menos te interesa impresionar, aparece alguien que parece salido de una campaña de perfumes.
Y, por supuesto, ahí estaba él.
Tomás.
Camisa blanca remangada, reloj de cuero, el tipo de porte relajado pero seguro que grita “hijo único mimado”.
Cuando me vio entrar, se levantó y sonrió apenas.
—Valentina, ¿no? —Su voz era profunda, neutra, un poco seria.
—Sí. Tomás. —Le di la mano.
—Gracias por venir puntual.
Nos sentamos. Él pidió un espresso. Yo, un café con leche doble.
Me observó con esa mirada analítica que usan los abogados incluso para pedir servilletas.
Yo recordé que estaba ahí solo por información práctica: precio, ubicación, convivencia.
—Bien —dijo, apoyando los codos en la mesa—. Te explico rápido. El departamento es mío, pero... hay una pequeña condición para poder alquilarte la habitación.
—¿Una condición?
—Sí. —Tomó un sorbo de café, tranquilo, como si dijera algo perfectamente normal— Si te mudás, nadie puede saber que me estás pagando alquiler.
Fruncí el ceño.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Porque técnicamente no debería hacerlo. Mis padres me lo regalaron, y si se enteran de que tengo una inquilina, empezarían las preguntas.
—Entonces…
—Entonces, si ellos llegan a visitarme, necesito que finjas ser mi novia.
El café casi se me sale por la nariz.
—¿Perdón?
—No más de un par de veces al mes. Es un trato simple: vos tenés un techo, yo tengo paz mental.
Me lo quedé mirando en silencio, atónita, parpadeando.
¿Esto es real? ¿Fingir ser su novia? ¿Era una cámara oculta?
—¿Y si no quiero mentir?
—No estás mintiendo —replicó, con una calma irritante—. Estás actuando. Lo tuyo es la psicología, deberías saber disociar.
—¿Disociar? —Reí incrédula—. ¿Así le decís a las locuras?
Él sonrió por primera vez.
Y maldita sea, tenía una sonrisa peligrosa.
Seria, pero con un toque de picardía.
El culicagao sabía que tenía buen aspecto y lo usaba como un arma.
—No es locura. Es conveniencia. Vos necesitás un lugar, yo necesito evitar un drama familiar.
—Y eso es todo —dije con sarcasmo.
—Eso es todo —repitió, como si fuera un trato de negocios—. Sin compromisos, sin confusiones.
Tomé mi taza, tratando de procesar lo absurdo del asunto.
¿Estaba ofreciéndome un papel ficticio a cambio de alojamiento?
Si alguien me lo contaba, no lo creería.
Pero entre vivir bajo un puente o actuar de novia ocasionalmente… la balanza era clara.
Además, yo también tenía mis condiciones, bueno condición, Arepín se mudaba conmigo.
—¿Y cuánto es el alquiler? —pregunté, resignada.
—La mitad de los gastos. No busco ganar dinero, solo cubrirlos.
—Suena demasiado razonable —¡¿Cuánto era eso para él?!
—No siempre soy un monstruo —sonrió de lado.
—Dejemos los números claros, y si acepto, yo también tengo una condición —contesté.
—¿Qué condición? —pregunto intrigado.
Ja, eso no lo vio venir.
—Tengo un gato, Arepín, y se muda con nosotros, no es negociable —dije, con el tono más profesional que tenía.
—Sos buena en esto, el trato te conviene mucho —dijo él—. Acepto, pero aléjalo de mis cosas.
Tomé un sorbo de café, sin dejar de mirarlo.
Sabía que decir que sí era una mala idea.
Sabía que iba a terminar en problemas.
Pero también sabía que necesitaba ese departamento.
—Lo pensaré —dije finalmente, levantándome.
Mentira. No tenía dónde caerme muerta. Esta era la mejor oportunidad que iba a encontrar.
—Tenés pocos días —respondió él, sin mirarme, revisando su celular—. Después, la oferta expira.
Que hombre irritante.
Salí del café con el corazón acelerado y una lista mental de razones para decir no.
Pero ninguna de ellas era lo suficientemente fuerte para borrar la imagen de ese departamento luminoso…
Por mucho que intentara convencerme de que no iba a hacerlo, ya sabía la respuesta.
El universo, maldito como siempre, acababa de ponerme a vivir bajo el mismo techo que el hombre más irritante —y más atractivo— que había conocido.




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