Era otro día más en la vida de Milena Palacios, tenía un empleo en una gran empresa en su país donde pasaba más de once horas al día trabajando, pese a que le encantaba su trabajo, a veces llegaba a odiarlo.
«Ring, ring...». El bendito teléfono de la oficina.
— Contabilidad, habla Milena —contestó de manera profesional.
—Llamo nuevamente para saber si van a abonarme la factura que dejé hace una semana —dijo un hombre del otro lado de la línea.
Milena se desempeñaba como asistente de contabilidad y entre sus funciones estaba pagar a todos los que prestaban servicio o vendían mercaderías a la empresa.
—Señor Martínez, es la tercera vez que está llamando en la semana, y le repito como lo he hecho todo este tiempo que no tengo aún su comprobante, de seguro todavía lo tienen en el servicio para su proceso, luego me lo traen para el pago.
—¡Qué empresa tan irresponsable, nadie va a querer prestarles un servicio en el futuro!
Ella alejó el teléfono de su oído y miró al techo, le pidió a Dios paciencia.
—Para este jueves lo colocaremos para el pago, señor Martínez, intentaré encontrar su comprobante —terminó por decir.
Pronto debía llegar su liquidación de la empresa, estaba ansiosa por llegar a los nueve y medio años de antigüedad. En su empresa; tal y como en otras, no se permitía alcanzar la estabilidad laboral de diez años, estaba muy de moda liquidar a los funcionarios antes de ese periodo.
Se levantó de su silla y fue a buscar aún más trabajo que tenía pendiente. A veces, sentía que el día no alcanzaba para todo lo que debía hacer, era muy extenuante.
Horas después, le llegó el momento de salir. Subió a su no tan coqueto vehículo y se dispuso a salir del estacionamiento, saludando a sus compañeros.
Siempre existían los que nunca podían salir rápido y tocaba quedarse tras ellos en la fila o tardaban en maniobrar sus autos, ese día tenía un caso.
—¡¿Dónde aprendiste a manejar, Marcos, en un gallinero?! —gritó con humor.
—¡No seas pesada, Milena! —soltó, terminó de mover su vehículo y salir de ahí.
Ella estaba rodeada de excelentes personas que la ayudaban a sobrellevar su soledad por haber quedado viuda tan joven, aunque nunca faltaba quien quería consolarla de otras formas, pero no se sentía feliz para iniciar de nuevo una relación.
Las emisoras de radio pasaban todo tipo de música y ella solo tenía dos favoritas, una de música alternativa y otra de músicas latinas.
—¡Por la mierda! ¡Odio a este tipo! —masculló al colocar su emisora alternativa, olvidó que a las 18:00 horas entraba el programa de músicas retro, le encantaba ese estilo, mas no el hombre que conducía el espacio.
Cambió varias veces de emisora hasta encontrar algo agradable, tenía cincuenta minutos de camino para llegar a su casa. Su sueldo no era mucho, pero le alcanzaba para vivir, no con lujos, aunque sí con lo básico.
Su paciencia era algo inexistente en particular en el tráfico, era algo imposible de controlar, odiaba a todo el mundo, lo único que quería era llegar hasta su hogar, preparar algo para cenar y ver la televisión sin interrupción.
—¡Idiota! ¡Saca la nariz de tu auto! —gruñó exasperada, mientras otro automóvil que estaba enfrente daba lugar a otros para que pasaran.
Estaba cansada. Una vez que pasó la parte pesada del tráfico de la capital, apretó el acelerador a su viejo vehículo que respondía sin problemas.
Cambió la música por algo mucho más pesado como AC/DC e iba moviendo la cabeza por la autopista, olvidó todos los problemas que habían aquejado su vida en su momento.
Llegó hasta su casa y abrió el portón, metió el auto, dio vuelta la llave y hogar, dulce hogar. Lo esperó todo el día.
—Por fin en casa —expuso, bajó la cartera y el celular en la mesada de la cocina.
Recordó que algún tiempo atrás aquella casa era un hogar lleno de amor y felicidad, aunque no podía decir que era ciento por ciento feliz. Tuvo sus encontronazos con Javier desde siempre, él era su único amor desde que lo conoció, pero ya no estaba, la dejó sola.
Fue hasta su habitación, encendió el aire acondicionado y también la televisión.
Regresó a la cocina, abrió la heladera, sacó unas verduras y carne, se prepararía un buen guisado.
Preparó su salsa y fue a encender la computadora, entró a Google y colocó Londres, Inglaterra.
Era un lugar de ensueño para ella, leyó libros sobre aquel sitio. Durante la época donde la nobleza tenía tanta relevancia (que le encantaba), solía soñar despierta en que vivía en esa época y encontraba otra vez un amor poético y muy romántico. Solo estaba en su cabeza, pero la hacía tan feliz en los momentos que podía desvariar en el trabajo, cuando viajaba en colectivo o manejando a veces, pero en esos momentos era mejor estar atentos.
Miró en una agencia de viajes, cuánto costaba un viaje a Europa por unas dos semanas.
—¡Esto es una estafa! —rumió, enojada, jamás tendría ese dinero, su salario no le alcanzaba—. ¡Maldita pobreza! —La tristeza la embargó.
Escuchó la canción de su teléfono celular y se levantó para agarrarlo, miró a la pantalla y era su mamá.
—¡Hola, Ma!
—Hola, ingrata, ¿qué no piensas aparecer por mi casa?
—Sabes que ando ocupada, mamá, por favor, no me presiones.
—Yo no te estoy presionando, solo que no sabemos nada de ti, vives escondida como una ermitaña en esa casa, te he dicho mil veces que vengas a vivir conmigo.
—Tengo mi propia casa, no voy a moverme, esta casa es de Javier y mía.
—Milena, Javier ya no está, debes superarlo.
—Lo superé, mamá, fue hace tiempo, ahora solo quiero vivir tranquila.
—¿Y qué no tienes algún pretendiente que quiera algo contigo? —insinuó su madre.
—Y si hubiera ni le haría caso, no tiene sentido que me fije en nadie, no creo ser una buena pareja. —Miró su foto con Javier.