Amor extranjero

21

Lady Seraphine y su hijo Edmund salieron en sus caballos rumbo a la cabaña donde se encontraba Milena que dormía dada a la cama, sentía cómo aquel colchón la engullía, la llevaba más allá que a un descanso merecido.

Podía contar las ovejas en su sueño mientras escuchaba despierta niña, ¡qué voz más molesta! No quería despertar.

—¡Despierta, Milena, por un demonio! —gritó la duquesa.

Cayó de la cama por el susto.

—¡Auch! —masculló apenas abriendo los ojos—. Lady Seraphine, ¿qué hace aquí?

—exclamó alterada, tiró su cabeza al piso.

—Querías montar, ¿no es así? Vine para llevarte a montar.

Miró a todas partes de la habitación, estaba segura de haber cerrado la puerta, ¿cómo se había metido? O soñaba o aquella mujer era un espectro que traspasaba las paredes.

—¿Por dónde entró? —cuestionó somnolienta, se fregó la cara.

— ¿Piensas que entré por la ventana?— preguntó con tono indignado—. ¿Qué clase de persona piensas que soy? No soy de esos metiches, niña, las duquesas no entran por las ventanas.

—¡No lo sé! Por eso se lo pregunto, ¿por dónde entró? —reiteró.

—Por la ventana, no abrías la puerta, pensé que te habían hecho algo, no me culpes —se excusó lady Seraphine sin remordimientos y con cinismo.

—¡Oh, qué bien! Hemos comprobado que la puerta no es un problema.

—¡Vamos, vamos! A quien madrugada, Dios le ayuda. —Le sacó las sábanas que al parecer ella tenía pegada a su piel.

—¡Dios me odia! —lloriqueó. No quería levantarse, además, al parecer, no andaba rezando como se debía, por eso tanta mala suerte, aunque tampoco podía quejarse demasiado, le iba bien en Londres.

—Levántate, mi hijo Edmund nos espera para enseñarte a montar. Te compré un traje para que estés cómoda.

—Su hijo —gritó y saltó de la cama, corrió por la habitación, ¡iba a conocer a un duque! ¡Qué barbaridad! Y ella en harapos y con mal aliento matutino—. ¿Dónde está su hijo?

—Afuera. Le pareció incorrecto entrar por una ventana. —Le pasó la ropa—. Anda, ve y aséate, yo abro la puerta.

Corrió al baño, se bañaría como nunca en la vida.

Lady Seraphine observó el porta retratos que estaba al lado de la cama, cuando vio a Milena omitir un pequeño detalle de su pasado, no quiso hacer nada al respecto.

Ella le abrió la puerta a Edmund.

—Pasa, Edmund, no te quedes ahí.

—Mamá, no puede inmiscuirse de esa forma en la intimidad de alguien. Incluso me envías a comprarle ropa. ¡Qué vergüenza! Ni a Kim le he comprado nada así, a esta mujer ni la conozco.

—¿Y a esa Kim sí? —increpó ella molesta.

—Es mi novia, obviamente debería conocerla bien.

—¡Pues para mí es una arribista!

—¡Por favor, mamá! —Llevó las manos al cielo.

—¿Crees que no sé lo que pasa con tus finanzas, Edmund? Esa mujer que quién sabe qué cosas de oro te ofrece, está aprovechándose de sus atributos contigo. Un departamento, un auto, una mensualidad. Pensé que serías más inteligente —reprochó.

—No voy a discutirlo —evadió con seriedad.

—Porque sabes que tengo razón, huelo a las rameras a mil kilómetros y esa es una.

Milena se miró en el espejo, aquel traje era maravilloso, le quedaba a la perfección. Por lo visto, lady Seraphine se fijó muy bien en su figura para llevarle algo tan justo y elegante, jamás se vio de esa forma, era otra. De hecho, desde que estaba en Londres se sentía bella y atractiva, sentía que tenía algo, quizá fuera la vida que le arrebataron esos años de matrimonio, su jovialidad afloraba otra vez, su humor y su autoestima estaban para arriba.

—¿Y su hijo, lady Seraphine? —preguntó ella y miró en la pequeña salita.

—El muy tonto no quiere pasar —comunicó sentada, tomándose un té—, dice que no está bien que me inmiscuya en tu vida privada.

—¿Dónde está ese caballero tan maravilloso y de buen juicio? Ya deseo conocerlo —bufoneó, incluso no le aparto el interés cuando decidió irse a preparar un café.

—No estoy acostumbrada a esperar, querida, creo que cinco minutos tocando tu puerta fue suficiente espera

—Ya déjelo. Iré a buscarlo —comentó y caminó hacia la puerta después de colocar dos tazas en la mesada, pero se detuvo—. ¿Cómo debo saludar a un Duque?

—A este dile, ¡pasa, idiota! —Volvió a su té.

—No ayuda, lady Seraphine.

—¡Es solo un simple mortal!

—Está bien —decidió, se movió con aplomo.

Salió de la cabaña y miró al hombre que estaba bajo un árbol recostado, con el caballo, vestido casi igual a ella.

Respiró profundo y camino hacia él.

—Buenos días. Yo... —saludó ella con cierta vergüenza.

Edmund posó sus ojos en la no muy alta mujer que aparecía frente a él. La piel tostada, ojos brillantes y sonrisa nerviosa eran llamativos para él, vestía el traje que le compró y le sentaba a la perfección.

—Buen día, señorita —correspondió pasándole la mano. Él no era muy dado a conversar con mucha gente, ni a las intimidades como besos en la mejilla o en las manos.

—Ana, Excelencia —se presentó con serenidad. Parecía ser demasiado serio.

Le entregó una sonrisa tranquilizadora, las patitas de gallo se le podían ver a los costados de los ojos.

—No somos amigos, pero puedes llamarme Edmund. —Sonrió—. Si voy a enseñarte a montar debes confiar un poco en mí.

El hombre lo que tenía de apuesto lo tenía de apático. Al parecer los ingleses no eran unas criaturas dotadas con mucho encanto y júbilo.

—Sí, Edmund —mencionó, incómoda al llamarlo por su nombre—, preparé café, si gusta beber antes de salir.

La joven era tímida y se sentía cohibida en su presencia, la idea no era incomodarla, pero él siempre se definía como una persona muy directa, doliera a quien le doliera.

—Sería un placer —aceptó, la acompañó hacia la cabaña unos pasos más atrás que ella, no pudo evitar mirar de más el ajustado traje que le compró, se le veía muy bien.




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