Amor extranjero

40

Alexander la arrastró dentro del complejo de apartamentos, pidió hablar con el administrador y luego entraron a su oficina.

Era incómodo para Milena estar escuchándolos. Hablaban tan rápido que se perdía en la conversación. Allí fue donde ella se dio cuenta que su querido Alexander hacía malabares para no hablarle de manera veloz como lo hacía, era seguro que se compadecía de su triste acento inglés.

Alexander no se anduvo con rodeos, sacó una chequera, la completó y asunto solucionado. El departamento ya era suyo. Lo remodelarían para que pudiera mudarse en menos de tres semanas, pues le dijo al administrador cuánto le urgía tenerlo.

—Vámonos, ya terminamos todo lo que vinimos a hacer, seré vecino de Travis.

—En realidad terminaste, porque yo no dije una sola palabra.

Le abrió la puerta del vehículo invitándola a entrar.

—A veces las cosas que uno hace por impulso salen mucho mejor —afirmó, se sentó en el asiento del conductor.

—Lo creo —contestó—. Alex, gracias, y no preguntes por qué, solo gracias por tener paciencia conmigo, a veces no me mido.

Él pegó una carcajada mientras manejaba.

—¿A qué viene eso?

—A que siempre te esfuerzas por agradarme y yo siempre termino haciéndote dormir en el sofá.

—En ocasiones eres cruel, en especial aquellas noches frías en las que me echaste del cuarto. Solo me arrojarse una manta —recordó con una sonrisa.

—¡Lo siento! Pero lo merecías, te comes todo lo que hay y luego no me dejas nada. ¿Quién puede soportar eso?

—Para que perdones mis terribles robos y hurtos a tu propiedad, te llenaré esa heladera ahora mismo. Pasaremos por un market y listo. Ahora te durará la comida.

Aquella afirmación la ponía triste, sí, le duraría la comida porque no estaría él para comérsela. Volvería a estar sola como antes, debía acostumbrarse cuando regresara, estaría solitaria como los últimos años.

Pasaron por el mercado, Alexander escogió todo lo que él era capaz de comerse para que Milena tuviera la alacena llena para sus visitas, le gustaba ver la abundancia en un hogar mientras su enamorada amaba tener todo de manera justa.

—Todo listo —expresó él, cerró la valijera después de meter las compras.

Milena estaba en el automóvil, hacía cuentas al tipo de cambio de su país para saber cuánto gastó y con lo tacaña y reprimida que era al momento de gastar, casi le dio un soponcio.

—¿Qué? —La miró, se dirigían a la cabaña—. Ya dime qué demonios hice mal esta vez.

—¿Sabes la cantidad de dinero que gastaste?

—Por supuesto.

—¡Es una fortuna!

—Vas a enfermarte si sigues siendo tacaña.

—¿Tacaña? ¿Qué no conoces el criterio de austeridad?

—Soy austero, es mi primera compra grande en un supermercado, antes solo compraba afeitadoras para mis noches de guardia, me gusta verme bien. —Sonrió coqueto.

—Bien, pues yo soy austera por necesidad; un marido muerto, cuentas de hospital, juicios y todo eso pagándolo con mi empleo al que ya renuncié.

—¿Extrañas sentirte útil?

—A veces —confesó con la vista en la ventanilla—, puedo vivir de intereses con el dinero que gané, pero, ¿qué será de mi vida si no trabajo? Me volveré loca, antes trabajaba por necesidad y ahora quiero hacerlo por gusto. ¿Quién me entiende?

—Puedes pedirle trabajo a Travis, quizá necesite una secretaria.

—Seguro debe tener muchas secretarias.

—Nunca está una de más.

La jugada de Alexander era simple, si ella conseguía un empleo en Londres, se mudaría con él, se quedaría a vivir de manera definitiva en Inglaterra y ya no volvería a su país, ya no tenía nada por hacer allá, en cambio, ahí estaba él, enamorado y muy embobado por la sinceridad, por la forma de ser de Milena, tan natural y salvaje, no se guardaba nada con respecto a sus opiniones. Nada más valioso que su sinceridad.

Milena horneó un chupín de pollo para que Alexander lo probara, no era una diosa de la cocina, pero lo hacía muy bien y si quería conquistar a ese hombre en particular, debía empezar por su enorme e infinito estómago.

—Me quedo aquí para siempre. —Tomó su jugo de naranja, puro, como le gustaba y se lo preparó él mismo. Ya se había metido en la cabeza: «que ella no era su sirvienta»—, cocinas mejor que el cocinero de mi casa.

—Eso es bueno, al parecer —opinó—. Me preocupa qué será de ti cuando dejes la casa de tu madre.

—Puedo comerme snacks todo el día, mentira, es poco saludable —reflexionó, se levantó y se colocó tras Milena para masajearle los hombros.

—Mmm, qué rico —expresó, disfrutó del masaje que le hacía—. Me encanta. Ahora bien, ¿qué quieres? Este tipo de placeres no son gratis.

—Debo cambiar mi táctica para la próxima —bromeó y luego se agachó junto a ella—. Quiero que vivas conmigo en Londres.




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