Amor extranjero

43

Milena sintió que su alma abandonaba su cuerpo.

—No, no, no, no. —Negó con la cabeza a velocidad increíble, al mismo tiempo que una risa histérica y nerviosa escapaba de su boca—. Yo no puedo estar embarazada.

—Puede suceder cuando uno duerme acompañado —comunicó el doctor completando una orden—. Créame, escucho la misma cosa casi todos los días desde hace veinte años.

—Quiero salir de dudas —exigió muy nerviosa.

—Le pediré unos análisis de sangre y orina. Vaya al laboratorio con esta orden y que se lo hagan. Cuando estén los resultados, vuelve y vemos —indicó al entregarle hoja.

—Gracias. —Milena se despidió y salió apresurada para buscar el laboratorio.

Volvió junto a la mujer de la recepción, apenas pronunciaba palabras.

—Esto, ¿dónde está? —pidió y señaló el papel.

—El laboratorio está en la planta baja.

—Gracias.

Fue apresurada a buscar ese lugar. Solo tenía la palabra no, no y más no, dentro de su cabeza. No podía volver embarazada y sola a su país.

Decepcionaría a su familia, a la familia de Javier y José, Dios la librara de él y en el hospital, lo que dirían: «aún no lo enterró, y ya está embarazada».

Su mente era un terrible cúmulo de pensamientos y emociones sin salida o al menos no una conocida.

—Voy a matarte, Alexander, eres el culpable de todo —rugió por los pasillos hasta llegar al laboratorio donde entregó su orden y tuvo que esperar.

El pasillo se le hacía más estrecho, se sentía sin aire y empezaba a sudar hasta debajo de los ojos. Le dieron un pequeño frasco para que lo llenara de orina, por lo que maldecía a Alexander cuando hacía sus necesidades.

Devolvió el frasco con la muestra y volvió a la eternidad de su espera. No había revista o chiste que le hiciera pasar aquel horrible momento. Si aquellos análisis salían positivos, repartirían su cuerpo, debía dejar escrito, aunque sea, un intento de testamento.

—Milena Palacios —la llamó la mujer del laboratorio, llegó el momento de que le sacaran la sangre.

Debía ser fuerte y soportar la tortura de la aguja. Colocó su brazo para que le quitaran la sangre, luego la apretaron con una goma hasta que su vena se viera y la pincharon.

—Está listo. Los resultados estarán en una hora. —Sonrió la mujer.

—Gracias.

Milena salió con el brazo doblado, sostenía un algodón.

Iría a tomarse un café para disminuir su ansiedad de saber lo que sucedía en su cuerpo. Eso debía ser una pesadilla, pero no lo era, la habían pinchado y no despertó.

Fue a sentarse en la cafetería, revolvía su café, pensativa. Sopesaba todo lo que hacía, si estaba embarazada, ¿qué haría? ¿qué le diría a Alexander cuando tuviera que irse y llevarse a su hijo con ella?

Con esos pensamientos se tomó el rostro y se lo estrujó varias veces. Estaba en su derecho de llevarse a su hijo, lo declararía como si fuera de madre soltera y nada más. No habría responsabilidad de Alexander, y todos serían felices, volvería a su país, no trabajaría un tiempo hasta que fuera a la escuela.

No se tomó ni un sorbo de café, solo lo revolvió por una hora mientras hacía planes para su hipotético bebé.

No había nada peor que una espera torturada por las propias cavilaciones. Volvió al laboratorio y con una contraseña retiró lo resultados que estaban en un sobre sellado.

Sacó el aire contenido en sus pulmones y fue de nuevo al consultorio, donde solo tocó la puerta.

¡Adelante! —aprobó el doctor para que entrara.

—Aquí tengo los resultados.

Milena extendió la mano con el resultado hacia el doctor, él lo tomó, rompió el sello y le indicó para que tomara asiento. Sus pies se movían nerviosos al esperar el resultado.

—Negativo. —Sonrió él—. Tiene anemia y un retraso en el periodo.

¡Bienvenido, alivio! todos los planes que hizo al sentirse torturada por una hora, desparecieron.

—Gracias a Dios  —expresó.

—Ahora bien, usted deberá tratarse esa anemia, es en parte la causa de su periodo irregular. Le recetaré una pastilla que hará que su periodo vuelva, luego tomará estos anticonceptivos como se lo indico para su paz, aparte de las vitaminas y una dieta.

Escuchaba complacida todas las indicaciones que le daba. Al salir de ahí sí podía ir a darle una sorpresa a Alexander.

—Gracias. Disculpe, ¿dónde puedo encontrar al doctor Van Strauss?

—Un piso más arriba. Hasta pronto.

Ella sonrió y salió para subir un piso. Al llegar al área de traumatología, vio a unas enfermeras sonrientes. Con mucha pena se acercó hasta ellas.

—Disculpen, ¿el doctor Van Strauss se encuentra?

—¿Tiene una cita? —respondió una de ellas.

—No, ¿todavía puedo anotarme?

—Lo sentimos, señora, pero el doctor está con el cupo lleno, deberá ver un turno para mañana.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.