Amor extranjero

47

Alexander salió del hospital y no perdió tiempo para dirigirse a la cabaña de Milena. Estaba deseoso de ver a su encantadora extranjera.

Entre tanto, Milena limpiaba todo aquel lugar pese a que no se encontraba sucio. Sabía que Alexander iría a verla. Se metió a bañar, se depiló sus flacas piernas, pero se dio cuenta que tenía una indeseable visita en su ropa interior.

—¡¿Justo ahora?! ¿En serio? —se molestó. Invirtió tiempo en despoblar ciertas zonas de su cuerpo y fue para nada.

Encendió el equipo de audio con las canciones que José le bajó, sin su permiso, cuando se disponía a prepararse unas deliciosas hamburguesas para la cena.

Al ritmo de Irresponsables de Babasónicos, tomó la lechuga y hoja por hoja lo desgajó para lavar, siguió con el tomate y lo cortó.

El queso y el jamón aún estaban en el refrigerador, el huevo lo aportaría de acuerdo a cuántos deseaba comer Alexander, aquel estómago era difícil de satisfacer.

—Poco a poco, fuimos volviéndonos locos y ese vapor de nuestro amor, nos embriagó con su licor, culpa al carnaval interminable, nos hizo confundir, irresponsables —cantó, desafinó hasta que la música terminó y comenzó otra—. ¡Aserejé!

De aquella música se conocía hasta los pasos, quien no lo hiciera no vivió una época excelente de su vida. Bailaba y cantaba como si fuera una cantante, fue y colocó la música hasta el tope de lo que daba aquel estéreo.

Alexander al estacionar su motocicleta, se quitó el casco y escuchó la estruendosa música de Milena. Se acercó a la ventana. La vio bailando, moviendo las caderas muy bien y también cantando con el cuchillo cerca de la boca haciendo de micrófono.

Probó la ventana que no tenía seguro y se metió como otras veces. Solo aseguraba la ventana si estaba de mal humor con tal que no se metiera a intentar congraciarse con ella.

Con una maliciosa sonrisa se colocó tras ella y susurró cerca de su oído:

—Eres peligrosa, mujer. —Le tocó una nalga.

Asustada hasta el último pelo, perdió su color canela para convertirse en blanca como la nieve, vio que Alexander se destornillaba de la risa cuando ella ni siquiera podía recuperar el control de sus manos a causa del susto.

—Imbécil, estúpido, animal. ¡¿Qué querías hacer?! ¡¿Matarme?! Pues estuviste así. —Le mostró un pequeño espacio entre los dedos.

—Eres hermosa cuando te enojas...

—Ándate a la... —masculló en su nativo español.

—¿Qué?

—Nada, por un demonio.

Él se carcajeaba de su enojo, pero se le acabarían las sonrisas en unos minutos. Milena alargó la cara y apagó el equipo de música. Fue hacia la habitación y dio un portazo.

—Oye, Milena, supéralo, es una simple broma. —La siguió y tocó la puerta.

Ella no respondió.

—¡Lo siento! ¿Estás argel? —Hizo un esfuerzo para decir esa palabra.

Del otro lado ella sonrió al escuchar lo que le cuestionó, no podía enojarse con él si era tan amoroso. Abrió con los brazos cruzados bajo los pechos.

—¿Sigues enojada?

—No puedo enojarme contigo, eres un dulce fugitivo de una fábrica —alegó, colocó su mano tras el cuello de Alexander para colgarse y besarlo.

Encendido por aquel beso, quiso llevarla hasta la cama, pero ella lo detuvo.

—Ha venido Andrés, así que es mejor que te prepare la cena temprano.

—¿Andrés?

—El que viene una vez al mes, ¡bah! Es un viejo chiste que solo funciona en español. Vamos a la sala que tengo algo para ti.

—Me compraste algo, supongo.

—¡Es un regalo! Aunque, no sé si realmente llamarlo un regalo mío o un auto regalo, lo compré con tu tarjeta, ¡juro no haber gastado de más!

Él le entregó una sonrisa tranquilizadora. Podía asegurar que no existía una mejor gastadora que su madre, Milena era una hormiga.

—Siéntate, voy a traerte algo de beber.

—¿Por qué no te sientas tú?

—Tengo cosas por hacer.

—Siéntate y luego lo hacemos juntos.

—Pero de seguro estás cansado y yo...

—No lo estoy, ayudarte unos segundos no acabará conmigo. Te haré saber cuando no pueda levantar un dedo.

—¡Ya que insistes! —Se echó al sillón y le pasó sus regalos—. Ábrelos.

—Espero que sea algo muy bonito, Ana Milena. —Abrió una bolsa, sacó una remera y luego tomó la otra para sacar una bermuda y un bóxer.

—Espero que te gusten, supongo que vendrás a dormir unas veces y mientras lavo tu ropa, entonces tú te pones eso —justificó.

—Hacía tiempo, que nadie me regalaba algo —confesó con los ojos brillantes.

—Lo que espero es que sea de tu talle, porque...!

Alexander la acalló con beso en los labios.




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