Amor extranjero

56

Alexander escuchó el llamado de su hermano y volvió hasta el salón.

Henry subió a la condesa al sofá.

—¡¿Por qué lo hiciste?! —reclamó Henry—. ¡Sabes que es curiosa!

Él miró a su pálida madre y le tomó el pulso. No estaba muerta.

—Si tú dejaras de ser tan curioso como ella, estaríamos bien. ¿Quién la manda a curiosear lo que uno compra?

—También lo hiciste con la invitación. Ella ya no es tan joven y aun así gastas una fortuna en hacerle pésimas bromas.

—No tuvo la delicadeza de preguntarme cuándo le propondría matrimonio, cosa que no sería hoy, sino cuando resolviera unos asuntos pendientes que pueden tardar meses. Solo lo iba a tener conmigo.

—Entonces no lo hubieras dejado aquí.

—Basta. Ve por alcohol, voy a despertarla.

Henry fue por el botiquín de la cocina para poder despertar a su madre. Alexander no sentía ni un poco de compasión por ella. Él era la razón de sus desvelos y preocupación.

—Madre, cuando conozcas a Milena, la amarás como yo. —Besó su frente, aprovechó que no era la misma fiera de todos los días.

Sacó un poco de algodón, lo mojó con alcohol y se lo pasó varias veces a su madre por la nariz. Con lentitud movía la cabeza de un lado a otro.

—Madre —pronunció al posarla frente a sus ojos para que lo viera.

—¿Cómo puedes pensar en casarte con esa mujer que ni siquiera me presentaste? Cuán desgraciada soy con unos hijos tan malagradecidos. Siempre supe que me deseaban el mal.

—¿De dónde sacas la idea que le propondré matrimonio? ¿Por el anillo? Tiene una explicación —alegó, la ayudó a sentarse—. Si bien me encantaría que conocieras a Milena, madre, muy a mi pesar, sé que la espantarás y no deseo eso. La traeré aquí el fin de semana y el anillo solo lo compré para cuando encuentre la ocasión especial para pedirle que sea mi esposa y no vuelva a su país.

—¿Piensas casarte con una indígena?

—Es latina.

—A mí me suena igual.

—Madre, es mejor que se calme —soltó Henry.

—Cállate, eres el culpable de esto, alcahueteas para que mire las cosas ajenas.

—Sabía que todo iba a terminar así con un: «Henry, tú eres el culpable de todo» —se quejó con mohín. No importaba lo que le dijera la condesa, solo le importaba que lo quisiera.

—Veo que no necesitas ir al hospital, estás perfecta —comprobó por cómo le habló a su hermano, estaba en buena salud—, ahora iré tras mi latina, guardaré este anillo en el bolsillo de cada pantalón que me ponga hasta que llegue ese día.

Alexander volvió a subir las escaleras para bañarse, pero antes se decidió a echarle un vistazo al anillo. Era un solitario de diamante. Tan bello y sencillo como Milena.

Por instinto se bajó de la motocicleta y entró en a la joyería. Pensaba en que todo lo referente a Benjamín saliera bien y luego lo llevarían a Londres para que estuviera con ellos. Estaría encantado de conocer al pequeño hijo de Milena, amaría todo lo que de ella viniera.

Cada día que pasaba, su corazón se abría más a ella. Si bien correspondía a sus afectos de cierta manera, se cerraba a la idea de formalizar esa relación que tenían. No porque le diera vergüenza el qué dirían en su país, sino por el miedo a lo nuevo, a alguien diferente a su difunto esposo.

***

 

Eran las ocho en punto y Alexander no hizo aparecer su nariz por la cabaña. Tenía una pequeña maleta hecha para ir con él, claro, sí aparecía.

Las peores ideas rondaban su cabeza. Que lo habían atropellado, asaltado, asesinado, y otros. Aquello era una herencia maldita de su familia, lo arrastraban de generación y en generación.

—Contesta el teléfono —gruñó preocupada, su corazón pendía de un hilo.

Intentó dar con él media hora más. Sin dudas le pasó algo. Escuchó que tocaron la puerta y corrió para abrir.

—¿El teléfono lo tienes de adorno? —reclamó tomándose de pecho—. Al menos ten la decencia de comunicar que llegarás tarde para no preocupar a los demás. No sabes la infinita cantidad de cosas que pensé te habían ocurrido.

—¿He hablado contigo sobre esa terrible negatividad? El celular está en la guantera, lo siento.

—Pues ten eso en el bolsillo. —Pasó dentro de la cabaña y se tomó el agua del grifo.

—¿Te dije lo hermosa que te ves como una bebedora de agua? Eres rápida, deberíamos competir.

—Son los nervios, Alexander, tú vas a matarme.

—Está bien, me resigno plenamente a que mataré a las dos mujeres más importantes de mi vida, tú y la querida condesa —asumió—. Veo que recogiste algo de ropa.

—No toda, fui sacando mis prendas negras —musitó con ironía.

—Cuánta exageración. —Sonrió y se le acercó para abrazarla—. Ya deja de ser tan seria, Milena, que nada me sucederá, ni te sucederá a ti.

Ella aceptó su acercamiento y colocó sus brazos tras el cuello de Alexander.




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