Amor extranjero

61

Fue hacia la sala del apartamento con prisa, aunque tuvo tiempo para mirar sobre la mesada de la cocina. Estaban sus llaves junto a las de Milena.

—Condesa —murmuró rabioso entre los dientes.

Solo su madre pudo haber hecho alguna maldad. Fue la única persona que estuvo en su consultorio y él dejó todas sus pertenencias en el cajón, donde extrañamente estaba el retrato de Milena.

Su madre no tenía escrúpulos, pero si perdía a Milena y a su hijo, ella sería la primera en saber lo que era perderlo y nunca más volver a verlo. No podría vivir cerca de la mujer que truncó su vida y sus sueños de una familia. Le haría imposible la vida en sus últimos años y ya sabía por dónde empezar.

En el aeropuerto, Diana miraba con insistencia la entrada. Fue al baño e hizo una llamada para evitar que Milena se fuera, aunque aún no aparecían Alexander o Travis para convencerla.

Milena dejó de llorar para poder comprar su pasaje. Podía decir que aquel era su día de suerte. Alguien no pudo tomar su vuelo y canceló. Ella tomaría su lugar y no tendría que esperar por horas para poder comprar un pasaje para irse.

—Mi vuelo sale en veinte minutos, debo ir hacia el abordaje —avisó acercándose a Diana.

—No te vayas, puedes aclarar todo. No caigas en esto. Sabes que Alexander te ama, te lo ha dicho.

—¿Amor? —bufó molesta—. Tengo mejores cosas por hacer que pensar en un hombre que metió a otra mujer en el departamento que compartíamos como pareja. ¡Le dio sus llaves, eran sus llaves! Sé lo que vi.

—No puedo creerlo, debe haber una explicación.

—La explicación es una que tú me diste hace tiempo. ¿Quieres ser la amiga con beneficio? Es mejor que lo dejes o sufrirás.

—¡Lo dije en un momento de dolor! No puedes hacerle caso a eso.

—Lo que sí ya no interesa. Mi hijo a quien nunca debí dejar me espera. El amor era solo una ilusión, al menos para mí. Te deseo mucha felicidad con Travis. —Se acercó para abrazarla—. Gracias por todas las veces que me salvaste, no pude tener una mejor compañera que tú aquí. Despídeme de Travis y de la tía Seraphine.

Diana lloró al verla desaparecer. Su tristeza era contagiosa. Alexander no llegó a tiempo para evitar que se fuera.

—¡Diana! —La alcanzó Travis.

—Travis, se fue. —Lo abrazó—. No pude hacer nada, me siento tan culpable.

—No es tu culpa. Veremos qué se puede hacer para evitar que se vaya.

—Consiguió un boleto por vuelo cancelado. Saldrá en unos minutos.

Travis tomó su celular y marcó varias veces a Alexander. Este no le contestaba.

—Maldición, debe estar viniendo.

Escucharon la llamada para los vuelos de salida, entre esos estaba el vuelo de Milena. Todos iban a bordar.

Alexander dejó tirada su motocicleta frente al aeropuerto para poder entrar. Debía encontrarla antes que se fuera sin poder explicar lo que no se podía argumentar más que con la maldad de su madre.

Vio a Travis y Diana, abrazados en un lugar, observaban por los ventanales la pista de aterrizaje.

—¡¿Dónde está Milena?! —inquirió apresurado.

—Es tarde, Alexander, ella ya está en el avión —pronunció Travis.

—No puede irse, no sin saber lo que ocurrió. —Corrió hacia el área de abordaje.

Milena entregó su boleto a la aeromoza, que le sonrió amable.

Miró unos segundos hacia atrás. Era la última en abordar el vuelo.

—Adelante, señorita —indicó la mujer para que ella pudiera cerrar la puerta.

—¡Milena! —la llamó sin saber dónde estaba.

Ella después que se cerró la puerta de embarque, se giró porque creyó escuchar su nombre. La azafata caminaba tras ella, no había nada más.

La mujer sonrió rebasándola mientras ella se quedaba pensante. Aquel parecía ser el último grito de agobio. Pensó que escuchó a Alexander, esa era su esperanza, pero él no estaba ahí. En esos momentos debía estar feliz en los brazos de aquella rubia.

Sacudió su cabeza y alzó el mentón. Ni una lágrima más. Adiós, Londres; adiós, Alexander.

Fue a sentarse en su asiento. Deseaba olvidar todo lo que ocurrió. Su desazón era tan grande que sentía su pecho acongojado. No podía llorar en la clase turista, estaba lleno.

Quería odiar a Alexander. ¿Por qué le habló de amor si realmente no lo sentía? ¿Por qué la torturaba cada noche con su abrazo, sus caricias y palabras al oído? No entendía la crueldad que pasó por el pecho de él para jugar de esa forma con ella. Si bien habían quedado en no ser nada más que “amantes” para no sufrir, ella sufría como no se imaginaba que un juego hiciera.

Con un sollozo se acomodó para cerrar los ojos. En su país lo esperaba su hijo despierto. Esa era la mayor alegría de su vida, que se veía opacado por el amor de un hombre. Tan vago era el amor hacia uno que no valía la pena. El amor de una madre a un hijo era el único amor sincero que existía, el resto no lo era.




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