Federico creyó que el trabajo de oficina sería más liviano, pero se equivocó. Su tía lo ha tenido sirviendo café, limpiando y pintando el depósito de mercaderías, también ha hecho de estibador y cargó los camiones con pedidos. Su jefe lo trata como basura y no hay forma de que él pueda comprar su favor. Lo único que le da ilusión es volver a ver a Ára, no entiende la razón, pero, a pesar de su malhumor y carácter arisco le resulta una persona interesante.
Como cada tarde al salir del trabajo, desde hace una semana, da vueltas por el pueblo. Hoy tiene suerte y la ve, ella parece estar muy triste, camina con la cabeza ligeramente agachada y pasos lentos. En sus manos lleva las bolsas de las compra. Federico la alcanza y se pone a su lado. Como la última vez que la vio, baja la ventilla de la camioneta.
—Hola, Ára —la saluda.
—Hola —responde ella sin mirarlo y sigue su camino. No tiene animo ni paciencia para aguantar al muchacho que, al parecer, está decidido a molestarla.
—¡Espera, te llevo a tu casa! —le ofrece él esperanzado.
Es la única persona de su edad que conoce hasta ahora, y necesita un poco de contacto social o morirá de aburrimiento.
—Gracias, solo faltan dos cuadras —responde ella sin dejar de caminar. El estaciona el vehículo, se baja y trota hasta alcanzarla, sin mediar palabra coge uno de los pesados bolsos.
—Te ayudo —dice.
—Está bien —suspira confundida y ella con reticencia afloja el agarre—. ¿Me estás vigilando? —le pregunta mirándolo de reojo.
—Para nada, solo pasaba por aquí y te vi —le responde él—. Además, no encontrarte en este pueblito es casi imposible.
—Es verdad —dice Ára—. Es tan pequeño... —añade y hace silencio.
Ella intenta evitar todo lo que le recuerde a su madre, está cansada de llorar, de sentirse perdida. Antes tenía un rumbo marcado, una hoja de ruta, todo en perfecto orden. Ahora solo se siente vacía.
—Me parece pintoresco, es bonito —miente Federico. En realidad, le desagrada el lugar, es aburrido, caluroso, polvoriento y sus pobladores, bueno son un caso aparte. Para su gusto, demasiado efusivos. Todavía no se acostumbra a tener que saludar a todo el mundo, y eso de dar dos besos en las mejillas o estrechar la mano a cada rato, es molesto.
—Yo quiero irme de aquí y no puedo, tienes suerte que muy pronto volverás a la civilización.
Federico se da cuenta que tienen algo en común, la ganas locas de dejar atrás ese lugar al que ven como una prisión. El muchacho siente lástima por ella y se da cuenta de su privilegiada situación. A pesar de todo, él tiene oportunidades que ella no, solo debe comportarse y obedecer a su tía, pero, aunque parezca fácil, al muchacho le está costando horrores.
—¿A dónde quieres ir? —indaga curioso.
—A la capital —responde ella— para estudiar. Aquí lo único que uno puede hacer, después de terminar la secundaria, es trabajar en la fábrica —le explica y arruga el rostro.
—¿Qué te ataja? —vuelve a preguntar.
—Razones que tú no entenderías —responde y se encoge de hombros.
Lo poco que tenían ahorrado Ára y su madre lo gastó en el funeral. Ahora vive gracias a la generosidad de su madrina, pero es hora de que busque empleo, y muy a pesar suyo, deberá hacer lo que Jorge dijo, lavar el baño de los Müller. Pero esto es algo que no piensa compartir con este extraño. No le gusta dar lástima, es más, la pone nerviosa cuando se encuentra con alguna vecina que le dice: pobre Ára, estamos rezando por ti y tu madre, Dios la tenga en su Santa Gloria. Por lo tanto, evita cruzarse con las personas.
—¿Por qué dices que no entendería? —inquiere él—. Cuéntame —agrega, y se quedan parados frente al portón de la casa de Feli.
—No quiero hablar de eso, pero gracias por el interés. —Intenta sacarle el bolso para entrar, pero él lo sostiene con fuerza.
—Lo dejaré por ti en la cocina —le dice el muchacho.
—Aquí está bien, no es correcto que entres, estoy sola y la gente puede pensar mal —le explica Ára.
—Viven en el siglo pasado, no es nada malo, somos amigos —Federico ríe por el anticuado pensamiento de la chica.
—Así es aquí, fíjate —señala levantando un poco el mentón—, las viejas chusmas ya salieron a mirar con quién he llegado —. Federico mira a su alrededor y ve como algunas mujeres los miran desde sus portones—. Y no somos amigos —añade—, apenas nos conocemos.
—¿A qué hora llega, Felicita? —le pregunta entregándole el bolso.
—A las ocho, es su horario de verano —le responde Ára.
—Estaré aquí a esa hora —le informa y se marcha.
Ára lo observa alejarse y se pregunta qué pretende aquel desconocido, ella no tiene ganas de charlar con nadie y le gusta estar sola. Algunos excompañeros han venido e intentaron sacarla a pasear, pero en este momento no está para compartir. Aunque, antes tampoco era muy sociable.
—¿Quién es ese muchacho? —le pregunta Romina con voz melosa sorprendiéndola—. Ára, qué rápido te repusiste de la muerte de Pilar, eres una pillina, bien escondido lo tenías.