CAPÍTULO 12
— ¿Estás lista, cariño? —preguntó mi padre al entrar a la habitación.
Me giré hacia él y noté cómo su mirada se suavizaba al verme.
— Estás hermosa — susurró con emoción.
Sonreí levemente, pero su expresión melancólica hizo que mi pecho se apretara.
— Ojalá las circunstancias fueran otras — continuaron, y sus ojos brillaron con un rastro de lágrimas contenidas. — No puedo creer que tenga que entregarte de esta manera.
Suspiré y me acerqué a él, tomando sus manos con cariño.
— Está bien, papá, no te pongas así — intenté consolarlo. — Sabes que, de alguna forma, me estoy casando con el hombre que siempre amé.
Él se movió lentamente, pero su expresión no cambió.
— Lo sé, cariño… pero no quiero que sufras.
Su voz se quebró al final, y antes de que pudiera reaccionar, me envolvió en un abrazo fuerte y cálido, como si quisiera grabar ese momento en su memoria.
— Solo prométeme algo — susurró con voz firme junto a mi oído. — Si en algún momento sientes que ya no puedes más, si quieres terminar con todo esto, no dudes en llamarme. Créeme, no me importará romper promesas ni contratos con tal de no ver a mi princesa sufrir.
Cerré los ojos con fuerza, reprimiendo las lágrimas que amenazaban con salir.
— Te lo prometo, papá — murmuré contra su hombro.
Se apartó ligeramente y me sostuvo el rostro con ambas manos, sonriendo con nostalgia.
— Entonces, vamos… es hora.
Asentir con determinación e inhalar profundamente. Afuera me esperaba un destino incierto, un matrimonio que estaba lejos de ser un cuento de hadas. Pero, por ahora, debía dar ese primer paso.
Tomé el brazo de mi padre y juntos salimos de la habitación, dejando atrás cualquier atisbo de duda.
Cuando llegamos a la entrada de la iglesia, la melodía de la marcha nupcial comenzó a sonar. Con el primer acorde, las puertas se abrieron de par en par, revelando el camino que debía recorrer.
Apreté con fuerza el brazo de mi padre y avancé con paso firme, obligándome a mantener la compostura. A lo largo del pasillo, los rostros conocidos se mezclaban con otros que apenas lograba reconocer, pero mi atención se centró inevitablemente en Alessandro.
Él estaba allí, al final del altar, vestido con un impecable traje negro que realzaba aún más su imponente presencia. Se veía elegante, atractivo… y completamente inescrutable. Su expresión no dejaba entrever ni un solo indicio de emoción. No había nerviosismo, no había ansiedad, solo la misma mirada desafiante de siempre.
A medida que avanzaba, sentía cómo la presión en mi pecho aumentaba. Vi a mi abuelo en primera fila, junto a mi madre, con su habitual porte serio pero con un leve atisbo de orgullo en los ojos. A su lado, Massimo observaba la escena con el ceño fruncido, y junto a él, una mujer rubia de belleza impecable. No la reconocí de inmediato, pero la forma en que su mirada se posó en Alessandro con una mezcla de interés y algo más, hizo que una sensación incómoda se instalara en mi estómago.
Finalmente, llegué al altar. Mi padre se detuvo a mi lado y dirigió su mirada severa a Alessandro.
— Te entrego a mi hija, D'Angelo — su voz fue firme, sin titubeos. — Espero que, por lo menos, la respetes y no la hagas sufrir, porque créeme, si lo haces… no me alcanzará la vida para arruinarte.
La amenaza quedó suspendida en el aire. Alessandro sostuvo la mirada de mi padre y, sin apartar su postura, acercándose con una calma casi exasperante.
— No la haré sufrir — respondió con voz baja, pero segura.
Mi padre me dedicó una última mirada, como si quisiera grabarse mi rostro antes de soltarme. Suspiré, me besó la frente y luego, con evidente pesar, depositó mi mano en la de Alessandro.
El contacto fue breve, pero suficiente para que sintiera el frío de su piel contra la mía.
El sacerdote carraspeó y comenzó la ceremonia, pero yo apenas escuchaba sus palabras.
Solo podía pensar en lo que acababa de hacer.
Y en cómo, a partir de este momento, ya no había vuelta atrás.
(...)
La ceremonia fue corta y rápida. No hubo votos emotivos ni grandes discursos, solo un simple "sí, acepto" y una firma que sellaba un destino impuesto. Ahora, en la recepción, me encontré atrapada en una celebración que no sentía como mía, obligándome a fingir sonrisas y aceptar felicitaciones vacías.
— Así que, al final, sí eras una mujer comprometida.
Esa voz hizo que un escalofrío recorriera mi espalda. La reconocí de inmediato.
— Felicidades, señora D'Angelo.
Massimo.
Su sonrisa cínica me inquietó mientras tomaba mi mano con confianza y depositaba un beso en ella.
— Gracias, señor Vannucci — respondí en un susurro, tratando de controlar mi incomodidad.
— Cariño, no estés molestando a mi sobrina — la voz femenina hizo que girara la cabeza de inmediato.
Mi mirada se cruzó con la de la mujer rubia que había visto en la iglesia. Se acercó a Massimo con una naturalidad perturbadora y, sin previo aviso, lo besó.
Mi desconcierto fue inmediato.
— ¿Sobrina? —preguntó con incredulidad.
Ella me mantuvo la mirada con intensidad, sus ojos color esmeralda brillaban con un destello de diversión.
—Así es, cariño. Déjame presentarme — dijo con una sonrisa tranquila. —Soy Aurora Moretti, hermana adoptiva de tu padre y única hija de Francesco Moretti.
Mi cerebro tardó en procesar sus palabras. ¿Hermana adoptiva de mi padre?
Observe a la mujer frente a mí. No aparentaba más de treinta años, lo que hacía que todo fuera aún más surrealista. ¿Cómo era posible que nadie en mi familia me hubiera hablado de ella? Quise hacerle un sinfín de preguntas, pero no tuve oportunidad.
—¡Aléjate de mi hija!
La voz de mi padre resonó en la recepción con una furia incontrolable.
Al voltear, lo vi acercarse con pasos firmes, su expresión endurecida por la ira. A su lado, mi madre y mi abuelo caminaban con evidente preocupación.