CAPÍTULO 21
Alessandro D'Angelo
Estos últimos meses han sido tensos. Rouse y yo dormimos en habitaciones separadas. Sé que pasa la mayor parte del tiempo en el jardín; le gusta el olor de los cítricos y suele quedarse allí por horas, como si ese lugar fuera su refugio. La he estado observando desde lejos, sin atreverme a interrumpir su calma.
Cada día veo cómo su vientre crece un poco más. Me emociona pensar que en poco tiempo llegarán los dos bebés. Cuando Rouse me dijo que serían gemelos, no supe qué decir. Sentí una mezcla de nerviosismo, miedo y una felicidad extraña que no quise mostrar.
No he podido acompañarla a sus citas médicas, pero tengo todas las ecografías guardadas. Las he mirado tantas veces que podría describir cada detalle de ellas. Aun así, sé que nada se compara con verlos moverse dentro de ella.
A veces escucho su voz desde el jardín, hablando con Layla. Su risa es breve, casi contenida, pero real. No intervengo. Sé que mi presencia la incomoda, y lo último que quiero es empeorar las cosas. Sin embargo, no puedo evitar quedarme quieto, escuchando su dulce voz.
Por las noches, cuando regreso del trabajo, entro en su habitación para ver si está dormida. Son pocas las veces que hablamos. Aun así, me aseguro de que no le falte nada; por eso pedí a mi nana que se encargue de sus cuidados. Sé que Rouse está en buenas manos: esa mujer me acompañó durante toda mi infancia, y para mí siempre fue como una segunda madre. Su presencia me da tranquilidad.
Una tarde, mientras revisaba unos contratos en la oficina, sonó mi teléfono. Al ver el nombre en la pantalla, me sorprendí.
—Señor Moretti, qué sorpresa —contesté con respeto.
—Alessandro, hijo, ¿cómo estás? —respondió su voz grave, llena de autoridad, pero también con un tono afectuoso que imponía confianza.
—Bien, señor Moretti.
—Llámame abuelo, ya somos familia —me corrigió con naturalidad—. Dime, ¿cómo está mi nieta? Escuché que su vientre ya se nota bastante.
No pude evitar sonreír. Ese hombre lo sabe todo. A veces parece tener ojos en cada rincón del mundo.
—Así es, abuelo. El vientre de Rouse está cada vez más grande —respondí, notando cómo mi voz se suavizaba al pensar en ella—. Ha estado un poco más cansada de lo normal, pero según su doctora, eso es completamente esperable.
Escuché su risa al otro lado de la línea.
—Cuando mi esposa estuvo embarazada —contó con nostalgia—, se pasaba la mayor parte del tiempo agotada, sobre todo en las últimas semanas. Aun recuerdo cómo me despertaba en plena madrugada con antojos rarísimos… —rió de nuevo—. Me hacía salir corriendo por helado de menta o frutas en conserva.
Sonreí mientras lo escuchaba. Rouse no había tenido antojos, al menos no más allá de su fijación por los cítricos. Tal vez simplemente los ocultaba.
Guardó silencio unos segundos antes de añadir:
—Por supuesto, tú también estás invitado. Ya eres parte de la familia, Alessandro, y tu lugar está junto a tu esposa. Debes apoyarla como corresponde.
Tomé aire, sin saber muy bien qué responder.
—Abuelo, no sé si pueda asistir… —dije con cautela.
Me interrumpió enseguida.
—Alessandro, hijo —su voz sonó más grave, más directa—, sé perfectamente que no te casaste con mi nieta por amor. —Hubo una breve pausa, lo bastante larga como para que el silencio pesara—. Eso quedó claro el día de la boda, cuando ocurrió aquel incidente que hizo desaparecer a Rouse.
Sentí un nudo en el estómago al recordarlo. No esperaba que él lo mencionara tan abiertamente.
—Pero también sé —continuó con serenidad— que le tienes cariño y respeto. No solo porque será la madre de tus hijos, sino porque en el fondo aún recuerdas a esa pequeña niña que te seguía a todas partes, la misma que te defendía incluso cuando no lo merecías.
Bajé la mirada, apretando el teléfono entre mis dedos. Cada palabra suya me golpeaba con fuerza, porque tenía razón. Rouse siempre había estado ahí, incluso en los momentos en que yo la ignoraba o la trataba con frialdad.
—No la dejes sola, Alessandro —añadió el abuelo, con tono firme pero cargado de significado—. En esta familia, el apellido pesa, pero las apariencias pesan más. No quiero verla soportar comentarios o miradas sin que su esposo esté a su lado. ¿Entendido?
Tragué saliva.
—Sí, abuelo. Lo entiendo.
—Bien. Entonces te espero mañana. No me falles. —Su voz se suavizó antes de colgar—. Y cuida de ella.
La llamada terminó, pero sus palabras siguieron repitiéndose en mi mente como un eco imposible de ignorar.
Miré por la ventana. La tarde ya caía lentamente, y el cielo se teñía de tonos anaranjados. Se me ocurrió una idea. Tomé nuevamente el teléfono y marqué a casa. Quien respondió fue mi nana.
—Mi niño —dijo con esa voz cálida que no cambiaba con los años.
—Nana, ¿está por ahí Rouse? —pregunté.
—Ella está en el jardín, cariño. ¿Quieres que la llame?
—No, está bien. Solo quiero que le digas que esta noche vamos a salir. Que se prepare, la pasaré a recoger.
—De acuerdo, yo se lo diré —respondió con dulzura.
Colgué y traté de concentrarme en el trabajo, pero mi mente estaba lejos de los papeles. Cuando el reloj marcó las seis, recogí mis cosas y salí de la oficina con paso rápido. En el camino, no dejaba de preguntarme si había sido una buena idea.
Rouse me había dejado claro que no quería saber nada de mí si no era estrictamente necesario, así que dudaba que aceptara la invitación.
Di media vuelta con el auto y conduje hasta su restaurante favorito. Al llegar, pedí el menú y ordené que prepararan nuestros platos de siempre para llevar. Cuando me entregaron el pedido, agradecí al chef y regresé al auto. Había pedido su pasta con camarones a la carbonara —la misma que disfrutaba desde niña— y unas alitas picantes, esas que solía comer cuando estaba estresada o triste. Pedí una porción grande, pensando en compartirla.