CRISTINA
La sesión de fotos, que se suponía iba a durar una hora, se alargó hasta dos. Probé un montón de looks y terminé agotada de tanto posar para la cámara. Pero mis torturas valieron la pena.
Por fin, ya vestida con mi ropa, le pido al fotógrafo que me mande al correo al menos tres fotos. Elijo a la carrera las tres en las que más me gusto, pago el servicio desde la app y me largo del estudio.
De camino a casa pasé por el súper, compré algunas cosas y, apenas sentada en el coche, pedí la cena hecha. Hoy no pienso cocinar. Al colgar, me doy cuenta de que no todo está tan mal. Después de todo, que Misko se haya ido tiene su lado positivo: hoy pasé el día para mí, sin esclavizarme en la cocina. Recibí un montón de energía positiva y hasta subí mi autoestima. Me vi en otra luz… y eso empieza a gustarme.
Al llegar a casa me cambié y me puse un pijama calentito, porque afuera ya hacía frío y yo adoro estar en calor. Apenas entré al salón, sonó el timbre.
Voy hacia la puerta, convencida de que es la cena. ¡Y yo con un hambre que ya hasta se me hacía agua la boca!
Abro la puerta y me quedo helada: en el umbral está Misko.
— ¡Hola! —saluda con una timidez rara—. Oye… esto… ¿hiciste algo de cenar?
Aprieto los labios en forma de moñito para no soltar una carcajada histérica. Aunque el corazón me late tan fuerte que casi se me sale del pecho: rabia, nervios y esa pizca de odio que ya empieza a instalarse en el alma.
— Escúchame, cariño, ¿tú me estás vacilando? —le suelto irritada—. ¿Y qué, que Karolina no sabe cocinar?
— Bueno… es que a mí tu cocina me gusta… —balbucea Misko.
Me quedo a cuadros. Respiro hondo para no gritar, que si no todo el edificio se entera.
— ¿Sabes qué? Es tarde ya… Hace una semana que no cocino. Perfectamente puedo pedirme comida de restaurante. Yo no soy tu cocinera —trago saliva y, solo para fastidiarlo, remato—: Gracias por irte. Por fin empecé a vivir como la gente normal, sin ser sirvienta de nadie. Qué pena no haber sabido antes que se podía.
Mientras mi ex parpadea sin entender, le cierro la puerta en las narices y me quedo apoyada en ella, soltando el aire. Sí, adorné un poco la realidad, pero me moría de ganas de dejarlo picado. Jamás le perdonaré la traición. Se fue, así que ya no hay vuelta atrás.
Con el corazón encogido vuelvo al salón. ¿A qué vino? Me río sola: lo importante es que no vino por mí, vino por comida. Claro, y encima con cara de pobrecito… ¡pues anda y que te fría un huevo Karolina! Aquí te quedaste con las ganas. Ella será muy mona, pero cocinar, lo que se dice cocinar… nada de nada. Y así te lo mereces, maldito traidor.
Salto del susto cuando vuelve a sonar el timbre. Me doy la vuelta, cabreada, y voy a abrir. De un tirón abro la puerta, pero esta vez es el repartidor con mi pedido. El hombre, con uniforme, me sonríe y me alarga las bolsas.
— Aquí tiene, su pedido.
Recojo las bolsas y, de reojo, veo a mi ex esperando el ascensor. ¡Perfecto! Así ya comprobó que no mentía y, con suerte, no vuelve más.
Firmo, pago y cierro la puerta. El apetito se me ha ido. Llevo las bolsas a la cocina y, sin encender la luz, voy a la ventana. Quiero ver cuándo se larga ese traidor. Tardó un montón en salir del edificio. El repartidor ya se había ido hacía rato, y él seguía ahí. Seguro que no lo pasé por alto.
De pronto se detiene un taxi y, por fin, Misko sale y se mete en el coche.
Pues nada, corre a los brazos de tu Karolina, y a mi puerta ni te acerques.
Furiosa, me aparto de la ventana. La comida huele en la mesa, pero Misko me removió las entrañas. Así que, solo por fastidiarlo, ahora sí que me voy a crear un perfil real en una web de citas. La cena puede esperar.