Artem
—La dejé —confesé, dejando la copa de whisky sobre la mesa de mármol.
Papá alzó la vista desde su sillón de cuero, cerrando el libro que fingía leer desde que llegué. Hacía años que se había retirado de los negocios, dejándome todas las empresas a mí. Cuando tenía un problema, siempre recurría a sus consejos, aunque el brillo en sus ojos me sentenciaba como un juicio.
—¿A Lesia? —preguntó con la voz grave.
Estaba seguro de que mi confesión le parecía una completa estupidez.
Asentí. Me pasé la mano por la nuca, tenso y agotado. Como si cargar con esa decisión me estuviera rompiendo por dentro, aunque me esforzara en aparentar firmeza.
—A días de casarte. Con la boda más mediática del año. Con la mujer que tú mismo elegiste. —Apoyó los codos en las rodillas, mirándome como si fuera un niño que acababa de romper algo irremplazable—. ¿Puedo preguntar por qué demonios hiciste eso?
Me levanté. Caminé por la sala. No entendía la razón, pero yo sentía el corazón revuelto.
—Porque Camila volvió.
Papá no dijo nada. Solo entrecerró los ojos, como si no entendiera si hablaba en serio o si me había perdido por completo. Mi romance con Camila en aquellos tiempos fue muy problemático, y papá siempre ha preferido a Lesia de entre todas mis parejas.
—¿Camila?
—Sí. Ella. Mi primer amor. La mujer que Lesia me arrebató con sus mentiras hace años. —Me detuve frente a la ventana, viendo las luces de la ciudad como si ahí pudiera encontrar respuestas que no tengo.
—No puedes hacerle eso a Lesia.
—Papá… Lesia destruyó todo lo que sentía por Camila. Me manipuló. Me llenó la cabeza de dudas, de mentiras. Yo creí que Camila me había dejado, pero no fue así.
—¿Y te diste cuenta ahora, justo antes de casarte?
Me giré, molesto por su tono. Pero en el fondo, sabía que tenía razón.
—Me enteré hace unas semanas. Camila está enferma. No tengo tiempo de pensar en lo correcto o lo conveniente. No puedo dejarla otra vez. Esta vez debo quedarme a su lado y hacerla mi esposa.
Papá se recostó en el sillón. Lo observé tomar aire con fuerza, como si intentara encontrar palabras adecuadas para lidiar con los problemas de su hijo mayor.
—¿Estás seguro? —me preguntó.
—Sí —mentí. O tal vez no. Ya no sabía lo que era certeza y lo que era culpa disfrazada de amor.
—Qué pena siento, tú y Lesia se veían enamorados.
Me dolió escucharlo. Porque sí, lo estuvimos. O algo parecido. Porque sí, yo me iba a casar con ella, y sí, hubo momentos en los que creí que era suficiente. Hasta que volvió Camila. Hasta que vi sus ojos otra vez. Hasta que me di cuenta de todo lo que nunca superé.
—No lo estamos más —respondí con frialdad—. Ella me mintió. Me manipuló y no puedo casarme con alguien que construyó nuestra relación sobre una traición.
—Solo espero que no te arrepientas —dijo mi padre, tomando su whisky sin despegar la mirada de mí—. Porque si estás haciendo esto por nostalgia, por culpa o por querer salvar a alguien que ya no puede salvarse, vas a perder más de lo que imaginas.
No le respondía, porque una parte de mí temía que tuviera razón. Camila no me mentiría. La mentirosa era Lesia. No había vuelta atrás, yo ya había elegido. Ya lo había destruido todo con mi ex prometida.
Ahora solo quedaba caminar entre los escombros y rezar para no terminar enterrado bajo ellos.
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Editado: 14.04.2025