Artem
Han pasado dos largos años. La ciudad me pertenece y el mundo también, o al menos eso dicen.
Los edificios que se alzan en el centro llevan mi firma. Las revistas me nombran como “el arquitecto más influyente del país”. Las cuentas bancarias no paran de crecer, y la prensa se desvive en mostrar cada paso que doy con Camila, la mujer que todos piensan que amo, que todos piensan que me hace feliz.
Pero hoy, estoy aquí. Solo. En una oficina con paredes de vidrio que dan a un cielo gris, bebiendo café frío y fingiendo que todo tiene sentido.
—Hermano —dice la voz que interrumpe mis pensamientos.
Levanto la vista. Es Iván, mi hermano menor. Entra con esa energía que siempre ha tenido. Me abraza rápido, me suelta y deja un portafolio sobre la mesa.
—¿Cómo estás, Artem?
—Bien. Lo de siempre —miento. Porque mentir es más fácil que explicar esta maldita jaula de cristal en la que vivo.
Empezamos a hablar del nuevo proyecto en Florencia. Un hotel boutique de lujo frente al mar. Él habla con entusiasmo, me muestra planos, cifras, contactos. Yo asiento y le respondo, pero en realidad no escucho nada. Mi mente está en otra parte.
—De verdad, Artem —dice de pronto, recargando la espalda contra la silla—. Estoy orgulloso de ti. Eres el mejor arquitecto del país. Millonario, influyente… Lograste todo lo que soñaste.
Fuerzo una sonrisa. He forzado muchas así durante años.
—Gracias, Iván.
Él me observa. Me estudia con sus ojos verdes, tan idénticos a los míos. Y entonces, como si me leyera el alma, frunce el ceño.
—Eres rico, has logrado todos tus sueños, pero luces como un infeliz.
Dejo salir una bocanada de aire.
—No soy feliz. Soy miserable.
Mi voz suena rota, incluso para mí. No estoy actuando, le estoy diciendo una verdad que he intentado enterrar durante dos malditos años.
Iván se queda en silencio. No porque no sepa qué decir, sino porque entiende que esta confesión no se hace a la ligera.
—¿Pero cómo…? Creí que lo eras. Volviste con Camila. La mujer que tanto amaste —me recuerda, como si eso bastara para justificar mi felicidad.
Me aflojo la corbata, sintiendo que me ahoga.
—Eso pensaba. Pensaba que con ella encontraría la paz. La felicidad, el cierre definitivo para tener una familia.
—¿Y no la encontraste?
—No —respondo, mirando por la ventana—. Ni siquiera he podido acostarme con ella en estos dos años.
Él parpadea, confundido.
—¿Cómo que no…?
—No puedo, Iván —confieso con la garganta apretada—. No he podido tocarla. No he podido hacer el amor con ella.
—¿Pero eso no es normal, hermano? ¿Ya fuiste al médico?
—Nada. No me dicen nada. Los médicos dicen que estoy bien físicamente, que no hay disfunción. Que es psicológico.
—¿Pero… no estuvieron juntos la noche que se reencontraron? ¿No fue esa noche especial…?
Trago saliva. Aún recuerdo esa madrugada.
—Eso fue lo que ella me dijo —hago una pausa—. Yo desperté desnudo, a su lado, y pensé que sí… que había sido real. Pero no recuerdo nada. Es como si esa noche me hubieran desconectado.
—¿Y desde entonces…?
—Cada vez que intentamos… no puedo. Me bloqueo. Me siento vacío, presionado y sucio.
Iván guarda silencio. Me mira con compasión, y eso me duele más que cualquier reproche.
—¿Y qué crees que sea? —pregunta al fin, en voz baja.
No respondo enseguida. Camino hasta la ventana y miro la ciudad. Las riquezas me sobran, el poder me sobra, el éxito me sobra. Todo lo que tengo… y todo lo que ya no llena.
—No lo sé —susurro—. A veces creo que me equivoqué. Que confundí la culpa con amor, que regresé a Camila porque creí que debía hacerlo. Porque me lo debía. Pero cada vez que me acuesto junto a ella… me siento más lejos.
Y entonces, sin querer, sin pensarlo, la nombro.
—A veces… pienso en Lesia.
Mi hermano me observa en silencio.
—No la he buscado, no sé nada de ella desde que se fue. No la he visto ni una sola vez. Hay días en los que despierto y la busco con la mano en la cama. Y no está. No va a estar nunca.
Iván baja la mirada. No dice nada. No necesita decirlo, él siempre ha sentido que yo mismo me clavé un cuchillo al dejar a mi exprometida.
—Lesia me miraba como si yo fuera suficiente. No perfecto, pero suyo. Con ella me sentía en casa. Aunque no tuviéramos una mansión, aunque no tuviéramos nada.
—Y ahora tienes todo, menos eso —susurra Iván.
Asiento. Porque sí.
Tengo edificios, fama, viajes, dinero, una mujer hermosa que todos envidian.
Pero me falta ella. Con el tiempo me di cuenta de que me falta lo único que no se compra.
Jamás pensé decir esto. En mi arrogancia, nunca pude admitirlo, pero siento que elegí mal.
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Editado: 14.04.2025