Amor, ruega por mi

Capitulo 6

Artem

A veces el alma te avisa antes que la razón. A veces llegas a casa y sientes el aire distinto, como si algo se hubiera movido sin tu permiso.

Esa noche fue así.

Apenas abrí la puerta del departamento, escuché risas. Risas cálidas, conocidas. El aroma de comida casera me envolvió como si fuera una escena sacada de una película.

—Hijo, llegaste —dijo mi madre con una sonrisa, levantando una copa de vino desde el comedor.

—Sorpresa —agregó Camila, de pie, con su vestido color champagne y esa sonrisa perfecta que tanto me gustaba, o que al menos, antes, me gustaba.

Me acerqué a besar la mejilla de mi madre, saludé a mi padre con un apretón de manos y luego recibí un beso rápido en los labios por parte de Camila. Sus besos ahora me parecían secos... ¿Siempre había sido así?

—¿Todo bien? —le pregunté mientras colgaba el saco.

—Todo perfecto. Preparé tu comida favorita —respondió con dulzura, tomándome del brazo para llevarme a la mesa.

Nos sentamos los cuatro. La cena parecía perfecta. Camila contaba historias animadas mientras mis padres la escuchaban fascinados, como siempre. Ella era encantadora. Sabía cómo moverse entre palabras, cómo ganarse a todos.

Hasta que empezó a hablar del viaje.

—Y entonces, en París, conocí a la esposa de un embajador. Fue en una gala privada, en Versailles. Inolvidable, realmente.

Me detuve.

—¿París? —pregunté.

—Sí, claro. Una escapada rápida desde Roma. Fue cosa de dos días.

—Pensé que habías ido solo a Italia.

Ella parpadeó. Apenas se notó.

—Bueno… eso era al principio, pero surgió lo de París y fuimos. Se me olvidó contarte.

—¿No se te había roto el teléfono? —pregunté sin cambiar el tono de voz—. Dijiste que por eso no podías enviarme fotos.

Camila bebió un sorbo de vino.

—Sí… pero mi amiga Clara me prestó el suyo.

—¿Clara? Pensé que Clara no tenía visa para Europa.

—La renovó. A último momento.

—Eso tampoco me lo contaste.

—Artem —dijo, sonriendo para mis padres—. Ya hablaremos de eso después, ¿sí?

Asentí, pero no hablé más. El vino me supo amargo y el bendito plato ya no tenía sabor. Y Camila seguía contando historias que de repente me parecían falsas.

«¿En que otras cosas me ha mentido?»

Mis padres seguían disfrutando. Reían y le hacían preguntas. Camila respondía como si todo fuera natural. Como si nada estuviera mal. Pero yo ya no escuchaba.

Mi mente se quedó clavada en esos detalles. En las fechas que no cuadraban. En las fotos que nunca llegaron. En las palabras que ahora parecían guionadas.

Por primera vez en mucho tiempo, no la vi como mi pareja. La vi como una mujer que sabía cómo ocultar y cómo manipular.

Y lo más triste de todo es que me di cuenta ahí, en medio de una cena familiar… que llevaba demasiado tiempo convenciéndome de que ella era perfecta, cuando no lo era. Tal vez nunca lo fue.

Cuando, en realidad, algo en mi interior llevaba meses gritando que me estaba perdiendo a mí mismo y que estaba con alguien que tal vez llenaba mis anhelos del pasado, pero no los de mi presente.

(...)

—Arquitecto, ya la sala está lista para recibir a la nueva contable —me informa mi secretaria —. Los ejecutivos llegarán en unos dos minutos.

—Estaré allí en breve.

—Entendido.

Había tenido una noche tensa. Intenté pedirle tiempo a Camila, pero esta no entendió nada y se puso histérica. Me paso una mano por la cara, preocupado, y decido dejar de pensar en el tema. Ajusto mi chaqueta y salgo hacia la sala de juntas.

Pensé que tenía el control de mi vida, pensé que me había ganado el universo al tener dinero y a la mujer de mis sueños. Pero dicen que uno no sabe lo que tiene...

Hasta que se lo encuentra caminando por esa maldita sala de reuniones con un vestido azul ajustado, el cabello suelto y la mirada más fría que el hielo.

Lesia, mi exprometida, estaba parada frente a mí, saludando a los ejecutivos. La mujer que arruiné, dejándola en el ridículo a pocos días de nuestra boda.

El corazón me dio un vuelco cuando la vi sentarse. Ni los vidrios polarizados, ni los ventanales de piso a techo, ni las cifras del contrato millonario que estábamos por firmar pudieron distraerme.

Porque ahí estaba ella. Se veía tan imponente, hermosa e intocable.

Yo era Artem Antonov, el arquitecto más influyente del país, una mansión en cada capital europea… y la lengua paralizada ante lo que veía.

—Buen día a todos —dijo ella, con una voz firme y profesional.

Mi mirada se aferró a cada uno de sus movimientos como un perro hambriento. Ese caminar seguro, esas caderas que se movían con elegancia. El leve toque de maquillaje, el tono suave en sus labios, el blazer entallado.

Dios. ¿Desde cuándo era tan hermosa?

—Lesia Levoh, contadora asignada al proyecto. Un placer —agregó, estirando la mano, sin siquiera mirarme a los ojos.

—Arquitecto Artem Antonov —le digo casi sin habla.

—Un placer conocerle, señor Antonov —dice.

Y ahí. Justo ahí, me mató.

Porque esa mano, esa misma mano que alguna vez me acarició la espalda mientras me quedaba dormido, ahora era solo un apretón de negocios. Rígido, frío, más distante que la luna.

—El placer es mío —alcancé a murmurar, sintiendo cómo el alma se me caía por dentro.

Ella, con su cabello rubio como el sol, no me sonrió, no vaciló, no titubeó. Ni un maldito temblor en sus labios. Ni una grieta en la voz. Como si nunca me hubiera amado. Como si nunca me hubiera llorado.

Y yo, como un imbécil al que le había llegado el karma, no podía dejar de mirarla.

Durante toda la presentación me dediqué a estudiarla. Cómo tomaba notas. Cómo cruzaba las piernas. Cómo arrugaba apenas la nariz cuando algo no le cuadraba en el PowerPoint.

Pero, sobre todo, cómo me evitaba, como si yo no existiera. No me dedicó una sola mirada en toda la reunión.




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