Lesia
Debía mantener la postura firme y evitar llorar. Como debía ser, como lo practiqué frente al espejo.
Tenía que parecer segura, más bien indestructible. Aunque por dentro, una parte de mí se estaba desmoronando desde el momento en que supe su nombre.
Artem Antonov.
Mi exnovio. El hombre que me dejó plantada a pocos días de nuestra boda y, para mi fortuna o desgracia, el padre de mi tesoro.
El aire en la sala de juntas era frío, aún no terminaba de acostumbrarme a lidiar con gente poderosa. Los ejecutivos conversaban, revisaban papeles, y yo me obligué a respirar. A mantener la barbilla en alto, el paso recto, la voz templada.
No debería estar nerviosa por alguien que me hizo tanto daño, después que le entregué mi todo, pero a veces los sentimientos nos desbordan y yo a ese hombre lo amé de forma genuina, de forma pura, que verlo dos años después, sabiendo que tuve una hija suya, me estaba matando del miedo.
La vida lo había tratado bien, su fortuna se triplicó en los últimos años, obtuvo ganancias impensables en sus proyectos. Tal vez la vida recompensaba a los que actuaban mal, y sinceramente no le deseo nada malo, solo que jamás sepa de mi pequeña. No la merece y no estoy dispuesta a compartirla con él.
Lo vi apenas crucé la puerta.
Ahí estaba, con su chaqueta perfectamente ajustada, su porte arrogante, su mirada clavada en mí como si me viera por primera vez.
Pero ya no soy la misma. Ya no soy suya.
—Buen día a todos —saludé, sin mirar a nadie en especial.
Debía tomar el control de la situación, era un truco para no quebrarme de los nervios. Podía sentir su atención pegada a mí, como fuego. Pero no me inmuté.
—Lesia Levoh, contadora asignada al proyecto. Un placer —dije, estirando la mano con profesionalismo, sin cruzar su mirada.
—Arquitecto Artem Antonov —respondió él, con la voz apenas audible.
—Un placer conocerle, señor Antonov.
Señor Antonov. A eso lo reduje. Y no sabes cuánto dolió, porque un día fue mi todo y ahora no es nada.
Porque esa mano que me tomó mil veces con ternura… hoy la sentí lejana, rígida. Como un trámite, como si nunca lo hubiera amado. Como si nunca me hubiera hecho llorar.
Mi jefe expuso mi hoja de vida ante los socios, enumerando mis virtudes y mis capacidades. Se sintió tan bien ser exaltada frente a ese, quien alguna vez me vio como "insuficiente" para su vida.
Durante la reunión, no levanté la vista ni una sola vez. No iba a regalarle una mirada, ni siquiera una reacción.
Estaba ahí para trabajar. No para revivir heridas.
Tomé notas, hice preguntas, asentí cuando era necesario. Y aunque cada movimiento me costaba el doble, lo hice. Por mí, por mi dignidad como mujer y por Amira. Debe sentar un precedente para mi hija, darle un ejemplo, y debía empezar con su padre.
Sentía su mirada sobre mí, algo típico de él, provocar una intensidad de sentimientos en mí hasta volverme loca. De esa forma tomó mi pureza y mi amor, hace años. Y, aun así, no cedí.
Hasta que la reunión terminó y se acercó.
—Lesia —dijo, tan bajito que casi no lo escuché.
Lo miré solo por cortesía. Por cerrar bien la escena y mostrar la madurez que la vida y sus golpes me había dado.
—¿Sí?
—¿Podemos hablar? A solas.
—¿Sobre el contrato? Puede coordinarlo con el señor Romero. Cualquier inquietud fiscal la discutiremos en la próxima reunión.
—No. No es sobre el contrato.
Sus ojos… esos ojos que un día me juraron amor. Hoy estaban rotos, pero ya no era mi responsabilidad.
—Entonces no creo que tengamos nada que hablar, señor Antonov.
Se quedó en silencio, vi cómo tragaba saliva, cómo buscaba las palabras.
—Lesia, por favor… solo quiero…
—¿Qué? —interrumpí—. ¿Escuchar lo feliz que eres con Camila? ¿Decirme que elegiste bien?
Se quedó mudo. Y yo me sentí fuerte por primera vez en mucho tiempo.
—Llevo el tiempo ajustado. Si necesita algo más, por favor, envíemelo a mi correo —dije, girándome para irme.
—No soy feliz —soltó de repente.
Lo miré. Por primera vez en toda la reunión, lo miré de verdad. Y sí, vi el dolor. Vi el arrepentimiento. Pero también recordé mis noches en vela, mis lágrimas escondidas, el vacío inmenso que me dejó. Yo no era la responsable de reparar lo que él destruyó, tampoco tenía que ser condescendiente con alguien que me lastimó.
—Lamento escucharlo —respondí—. Pero eso ya no tiene nada que ver conmigo.
Di un paso atrás, lista para irme. Y entonces, como si no pudiera resistirlo, preguntó:
—¿Tienes a alguien?
Sonreí. No por orgullo, no por venganza, sino por lo irónica que es la vida. La inquietud de él era si había algún hombre en mi vida, podía notarlo en su mirada. Él podía pasearse por la vida con su mujer elegida, pero ahora cuestionaba si yo también tenía a alguien más.
Si bien no tenía pareja, tenía a mi pequeña, a mis padres y mi profesión.
—Sí. Tengo todo lo que necesito.
Y me fui sin mirar atrás, porque ya no soy la mujer que él rompió.
Soy una nueva. Una que aprendió a vivir con el corazón cosido pero en alto.
(...)
Ignorarlo no había sido tan difícil, en una compañía tan grande y en otro piso. Las cosas habían resultado bastante tranquilas.
Llegué a la oficina como cada mañana, con el café en la mano y la cabeza llena de pendientes. Pensé que sería un día normal. Reuniones, números, correos, silencio.
Pero al llegar al piso siete, algo no encajaba. Mi oficina estaba vacía. Totalmente vacía.
Ni mis cosas. Ni el escritorio. Ni la planta que había traído de casa. Como si yo nunca hubiera estado allí.
Parpadeé. Me detuve frente a la puerta abierta, esperando una explicación lógica. Tal vez una remodelación, tal vez un error de ubicación. Pero no. Todo estaba limpio. Como si ese espacio jamás me hubiera pertenecido.
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Editado: 14.04.2025