Lesia
—¿Yo? ¿Viajar a California con el señor Antonov?
La pregunta me salió con el ceño fruncido y la taza de café a medio camino entre la máquina y mi boca.
Silvana, su secretaria, asintió sin muchos rodeos.
—Sí. Me pidió que te lo notificara personalmente. El lunes a primera hora sale el vuelo. Dijo que necesitaba que lo acompañaras para realizar una validación de costos financieros directamente en el sitio. Tendrás viáticos cubiertos, por supuesto, y ya están reservadas las habitaciones… individuales —añadió con una sonrisa incómoda, como si supiera que algo no estaba bien, pero no fuera su lugar decirlo.
Dejé la taza sobre el mesón sin probar una gota.
—¿Desde cuándo los presidentes viajan con contadoras a validar presupuestos? —pregunté, tratando de mantener la voz firme, aunque sentía un pequeño nudo formándose en el estómago.
—Él… dijo que confiaba en tu criterio. Pues prefería llevar a alguien que entiende la proyección interna del proyecto —respondió, bajando un poco la voz.
Claro, él confiaba en mi criterio. No en el financiero, en el emocional. Porque sabía que yo no haría una escena. Porque sabía que me iba a tragar el orgullo con tal de seguir demostrando profesionalismo.
Tragué saliva.
—Está bien. Notifícame por correo los detalles del vuelo y la agenda del viaje.
Silvana asintió y salió de la sala.
Me quedé ahí. Sintiendo cómo la incomodidad me subía por la espalda como una ola tibia y desagradable.
Esto no era un viaje de trabajo. Esto era una jugada. Lo conocía bien; cuando se le metía algo en la cabeza utilizaba todas sus tácticas, pero conmigo no iba a funcionar. Artem me estaba cercando. Y lo peor es que no tenía pruebas reales. Solo esa sensación visceral de que algo se salía de control.
¿Por qué ahora? ¿Por qué sola? ¿Por qué él?
Podría haber llevado al director de finanzas. A uno de sus gerentes. A cualquier otro que tuviera una relación directa con el proyecto.
Pero no.
Me quería a mí.
Y eso, viniendo de Artem, nunca era inocente.
Tomé la taza y di un sorbo con la garganta apretada. El café sabía amargo. O tal vez era yo la que ya empezaba a saborear el miedo disfrazado de estrategia.
Me miré en el reflejo de la máquina y me lo repetí en silencio:
«No voy a caer. No otra vez. No importa si me lleva al otro lado del mundo, yo ya no soy suya.
Y voy a recordárselo… cada vez que me mire.»
(...)
—¿Y quién se portó bien en la guardería, eh? ¿Quién fue mi princesita valiente hoy?
Amira me miraba desde la tina, con la cara llena de espuma y esa sonrisa de dos dientes que podía derretir el hielo de cualquier invierno. Su cabello oscuro, mojado y revuelto, caía sobre su frente como una cortina desordenada. Tenía los ojos cerrados mientras jugaba a chapotear con sus manitas regordetas.
La tarde estaba cálida. Había encendido una pequeña vela de vainilla en el baño, como lo hacía a veces para que todo fuera más acogedor. Y aunque estaba agotada por el trabajo, por la presión, por todo… ese momento lo era todo.
Solo ella y yo. Mi pedacito de cielo.
—¡Mamamama! —canturreó, lanzando agua hacia mi blusa con su patadita juguetona.
—¡Oye, traviesa! —reí—. Así no vale, estás mojando a mamá.
Ella solo rió más. Esa risa suya, como de campanas suaves, hacía eco entre las paredes de azulejo. Me incliné para quitarle un poco de espuma de los ojitos, pero terminó pegándome una burbuja en la nariz.
—Ay, qué chistosa eres. Eres una burbujita traviesa, ¿sabías?
Amira aplaudió emocionada, salpicando el agua por todas partes.
—Bubu... bubuja.
—¡Esooo! ¡Burbuja! —la animé, dándole un besito en la frente.
La llené de besos en las mejillas, en la punta de la nariz, en el cuello. Ella reía y reía. Después de un día complicado, no había mejor bálsamo que su risa. Nada en este mundo podía compararse con su risa.
—Te amo, mi vida —le susurré, mientras le frotaba con delicadeza el jabón en los bracitos—. Eres mi mundo. Lo mejor que me ha pasado.
Le acaricié la barriguita y ella me miró con esos ojitos verdes, idénticos a los de…
No.
Sacudí el pensamiento. No era momento para pensar en eso.
—Vamos, mi sirenita. Hora de enjuagar.
Incliné el jarrito y dejé que el agua tibia cayera despacito sobre su cabeza. Amira no protestó. Cerró los ojitos y dejó que el agua la acariciara. Se notaba que disfrutaba del momento, como si supiera que era especial.
Entonces, entre susurros y risitas, ocurrió.
—Papá...
Me congelé.
El jarrito cayó en el agua con un chapoteo suave.
—¿Qué... dijiste, mi amor? —pregunté bajito, sin moverme, sin respirar.
Amira me miró, como si no entendiera por qué mamá se había quedado tan seria.
—Papá —repitió, y su vocecita tembló un poco de emoción. Como si fuera una palabra secreta que acababa de descubrir.
Mi pecho se contrajo. Sentí un golpe sordo en el corazón. Las lágrimas me ardieron antes de formarse.
Amira nunca había dicho “papá”.
Cuando aprendió a hablar, dijo “mamá”.
Papá no estaba en su mundo.
Hasta hoy.
—Mi amor... —susurré, con la voz temblando.
Ella alzó sus bracitos mojados, como si me pidiera consuelo, o quizás como si sintiera que algo había cambiado.
No lo pensé dos veces. La saqué de la tina con cuidado, empapándome la ropa por completo. La envolví en una toalla blanca con dibujos de animalitos, y la abracé contra mi pecho con fuerza. Con una necesidad que no sabía que aún me habitaba.
—¿Papá, mi cielo? —le pregunté con la voz hecha un hilo, acariciándole la espalda mojada.
Ella escondió su carita en mi cuello y volvió a decirlo, como si la palabra le diera ternura.
—Papá…
Me mordí el labio para no llorar. La apreté más fuerte.
No podía evitarlo. Me dolía.
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Editado: 27.05.2025