Amor Salvaje

Capítulo 65º Decisiones valientes.

El silencio de Cole me había dicho más que cualquier palabra. No necesitaba una explicación detallada para entender que algo pasaba en su vida que no quería contarme.Y yo... yo no estaba dispuesta a seguir siendo la mujer que se quedaba esperando a que él regresara.

Hacía frío esa mañana cuando metí mi ropa en una maleta sin pensármelo dos veces.

Tomé un vuelo temprano hacia Texas y, una vez allí, me instalé en un pequeño pueblo a veinte kilómetros del rancho de Cole. Era un lugar tranquilo, rodeado de campos y con casas bajas de tejados rojos, donde la vida parecía tranquila. Alquilé una pequeña casita de madera blanca con contraventanas verdes. Tenía un porche delantero y una hamaca colgante que se movía con la brisa. Era simple, pero era mi nuevo hogar.

Me sentía libre. Por primera vez en mucho tiempo, no estaba ligada a nadie.

Conseguí trabajo en una cafetería que abría temprano y cerraba justo antes del atardecer. El dueño era un hombre mayor llamado Charlie, quien aceptó contratarme sin demasiadas preguntas. “Tienes pinta de saber servir café con una buena sonrisa, y eso es todo lo que necesito”, me dijo. Y tenía razón. Servía café, bollos recién horneados, y escuchaba las historias de los parroquianos mientras yo también iba organizando la mía.

Las noches eran silenciosas y tranquilas. Me sentaba en el porche con mi portátil sobre las piernas, escribiendo artículos que sabía que nadie publicaría. Pero escribir me mantenía viva. Volvía a sentirme periodista, aunque mi audiencia fuera yo misma.

A veces miraba al horizonte, preguntándome qué estaría haciendo Cole. No me había llamado. No me había escrito. Pero no importaba. Había algo más importante que él en este momento: yo misma.

Un día, mientras barría la entrada de la cafetería, una mujer se acercó a mí. Tendría unos cuarenta años, vestía con sencillez y tenía una mirada cálida.
—Tú eres Emma, ¿verdad? —preguntó.
—Sí… ¿nos conocemos?
—No, pero soy amiga de Evelyn. Ella me habló de ti.

Mi corazón dio un pequeño vuelco.
—¿Está bien? ¿Está todo bien con Cole?

La mujer me sonrió con delicadeza.
—No puedo contarte mucho, cariño. Solo vine a decirte que Evelyn cree en ti, y que hizo bien en llevarte a esa cabaña con su hijo. Dice que vio en ti a alguien con fuerza, con vitalidad.

Me quedé en silencio.
—Gracias… por decírmelo.

La mujer se marchó tan rápido como había llegado, dejándome con el corazón en vilo. No sabía si era un mensaje, una señal o simplemente una forma de hacerme saber que no estaba sola. Que se acordaban aún de mí.

Esa noche, mientras escribía desde mi hamaca, algo dentro de mí... Ya no era la Emma que se dejaba arrastrar por las olas. Ahora era yo quien remaba.

Decidí enviar algunos de mis textos a antiguos contactos en periódicos locales. No esperaba nada, pero era hora de intentarlo. De luchar. De volver a construir mi vida.

Y aunque Cole seguía ocupando un lugar en mi corazón, no iba a esperarlo. Si algún día él volvía... tendría que encontrarme de pie, y no esperándolo.

Las semanas comenzaron a pasar con una rutina que, lejos de aburrirme, me conectaba conmigo misma. Me despertaba con el canto de los pájaros, salía al porche a tomar café, y luego caminaba al trabajo por una vereda de tierra bordeada de flores silvestres. Mis botas dejaban marcas en el polvo, en esos caminos sin asfaltar, pero no me importaba caminar, me relajaba y me encantaba disfrutar de la brisa sobre mi rostro.

Charlie, el dueño de la cafetería, resultó ser un sabio disfrazado de viejo gruñón. Cada tanto, soltaba frases que me hacían pensar.

—Las mujeres fuertes no se notan en la voz, sino en la mirada —me dijo un día mientras me pasaba el delantal limpio.

Y tenía razón. Yo empezaba a mirarme diferente al espejo. Mis ojos ya no estaban apagados. Había fuego. Un fuego nuevo, distinto al que Cole había encendido en mí. Este venía de dentro. De mi voluntad de seguir adelante yo sola, sin mirar atrás.

Una tarde, mientras organizaba unas tazas en la repisa, una pequeña niña de ojos almendrados se me quedó mirando desde su mesa. Tendría unos seis años. Me sonrió y me dijo:

—Pareces una princesa que está disfrazada de mesera.

Solté una risa y sentí un nudo en la garganta.
—¿Y por qué dices eso?
—Porque tienes ojos tristes… pero bonitos. Como las princesas de los cuentos que me lee mi mamá.

Y fue ahí cuando lo supe. Esta etapa de mi vida no era una mala racha ni una caída. Era simplemente una pausa. Una página en blanco antes de pasar al siguiente capítulo.

Ese día, al volver a casa, me puse un vestido blanco que había guardado en el fondo de la maleta. Me peiné el cabello con esmero, me pinté los labios de rojo y me senté en la hamaca a escribir, como si tuviera una cita conmigo misma.

Escribí como no lo hacía desde hacía tiempo. Dejé que las palabras salieran como una confesión, sin filtros. Escribí sobre el amor, la pérdida, la valentía de seguir sola, el sufrimiento, la lucha, y la esperanza que renace incluso cuando crees que todo está perdido.

Cuando terminé, envié el artículo a un periódico digital de Texas que siempre admiré. No sabía si lo aceptarían, pero al menos ya no tenía miedo al rechazo.

Y entonces, como si el universo me recompensara por mi valor, recibí un correo dos días después. Decía:
"Querida Emma, tu texto nos ha conmovido. Queremos publicarlo. Bienvenida al mundo del periodismo."

Lloré. Lloré sin vergüenza, sin esconderme. Me abracé fuerte, como si fuera mi propia heroína, porque en ese momento entendí que no necesitaba ser ayudada. Yo me podía valer por si sola.

Y aún así, esa noche, cuando me recosté bajo las sábanas limpias, mirando el techo de madera de mi nueva casa, no pude evitar pensar en él. En Cole.

¿Dónde estaría? ¿Pensaría en mí alguna vez?

Quizás no importaba. Porque ahora sabía que yo pensaba en mí misma. Me elegía a mí, cada día. Y ese era el comienzo de una historia. De mi historia.




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