El reloj sonó a las seis y media de la mañana, como cada día desde que decidió mudarse al pequeño pueblo a las afueras de Texas. Emma se desperezó lentamente, envuelta en las sábanas de algodón y en ese silencio reconfortante que sólo los nuevos comienzos saben ofrecer. El aire de Texas era distinto, suave y agradable, y le gustaba. Aunque no había olvidado nada de lo que dejó atrás, agradecía despertar sin la angustia de lo que ya no quería recordar.
Se duchó con agua templada y preparó su desayuno: café con leche, tostadas con aguacate y una pizca de sal, y un trozo de fruta. A veces cambiaba el menú, pero esa era su rutina favorita. Encendió la radio, dejando que las voces matinales llenaran la casa con noticias triviales, y repasó mentalmente las tareas del día en la cafetería.
El local abría a las ocho, pero ella llegaba antes. Charlie confiaba plenamente en ella, tanto que ya le dejaba abrir y cerrar cuando él tenía que atender compromisos. Aunque era su jefe, Emma lo veía como un aliado. Tenía 45 años, un humor seco y una mirada que hablaba más de lo que él mismo decía. No era invasivo, pero sabía cuándo preguntar y cuándo quedarse en silencio. Y Emma valoraba eso más que cualquier gesto grandilocuente.
—Buenos días, Emma —dijo Charlie al entrar por la puerta trasera del local, quitándose la chaqueta.
—¿Dormiste bien, jefe? —preguntó ella, mientras terminaba de preparar los muffins de arándanos, su especialidad.
—Dormí. No sé si bien —respondió con una sonrisa. ¿Y tú? ¿Cómo te sientes hoy?
Emma lo pensó un instante.
—Bien. Siento que... estoy empezando a respirar de nuevo. Aunque a veces los recuerdos vuelven a mí, intento estar ocupada y no pensar.
Charlie no insistió. Le dio una palmadita en el hombro y siguió hacia la cocina. Esas eran las pequeñas cosas que le hacían soportable la ausencia, el pasado y ese futuro aún incierto.
A media mañana, la cafetería se llenó de los clientes habituales: ancianas que jugaban al dominó en una esquina, un par de adolescentes con libros abiertos y más charla que estudios, y un grupo de camioneros que pedían siempre lo mismo. Emma se movía entre ellos con naturalidad. Algunos ya la conocían por su nombre, otros simplemente sonreían al verla. Se había convertido en una persona muy conocida en el pueblo, y eso le agradaba más de lo que admitía.
La conocían como la morena neoyorquina de la cafetería.
Por la tarde, ya en casa, se sentaba con su cuaderno de notas. Seguía escribiendo como pasatiempo. A veces, sólo frases sueltas. Otras, relatos completos. No había perdido la pasión por el periodismo, sólo había decidido darle otro significado. Tal vez algún día volvería a un diario, pero ahora... ahora sólo quería sentirse viva otra vez.
Algunas tardes sacaba fotos del atardecer tras las grandes montañas, y cuando no podía dormir, veía el amanecer desde el pequeño porche de su casa.
Miró por la ventana. La carretera que cruzaba frente a su casa era tranquila, sólo algún coche de vez en cuando. No imaginaba que por esa misma carretera, una tarde cualquiera, su vida volvería a girar. Pero por ahora, Emma sólo sabía que estaba en paz. Y eso, después de tanto dolor, era suficiente.
Ahora llevaba una vida normal, trabajaba de camarera en la cafetería donde se sentía bien, tenía su casa y la tranquilidad que sentía en ella, un pueblo tranquilo, donde los lugareños eran muy amables y buena gente, y a su pequeño Elvis.
Ahora se sentía muy feliz, a pesar de que tenía claro que ese no sería su lugar por mucho tiempo más.
Pero ese pequeño descanso, sin prisas, sin problemas, sin ningún tipo de compromiso, era lo que ahora necesitaba, y lo estaba aprovechando, estaba viviendo cada instante, cada momento de la mejor manera.
Ya habría tiempo para pensar en el futuro...
¿Por qué no vivir y disfrutar de ella misma?
Aquella noche, después de cenar algo ligero, Emma recogió la cocina con calma. Cada gesto, cada pequeño ritual, le devolvía una sensación de orden, de control sobre su mundo. Había días más difíciles que otros, pero se sentía orgullosa de no haberse rendido.
Se puso su pijama de algodón, el de estampado de estrellas que tanto le gustaba, y se metió en la cama con una taza de infusión caliente. Encendió la lámpara de noche y abrió su cuaderno de tapas gastadas, ese que había empezado en Canadá, y donde aún seguía escribiendo cosas que no se atrevía a decir en voz alta.
Esa noche escribió:
"A veces me pregunto si alguien, en algún lugar, piensa en mí antes de dormir. "No por amor, no por nostalgia... sino porque alguna parte de su historia también se quedó con la mía".
Apoyó el bolígrafo y se quedó mirando el techo, envuelta en la tibieza de las sábanas. Cerró los ojos poco a poco, y justo antes de quedarse dormida, se sorprendió pensando en Cole… no con rencor, sino con una calma que la hizo sentir escalofríos.
Y con ese pensamiento, el sueño pudo con ella, y cayó de lado sobre la almohada. No sabía lo que el destino tenía preparado, pero por primera vez, no le tenía miedo a lo que vendría.
Estaba preparada para enfrentarse a la vida.
Al destino...
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suspense, amor inesperado del destino, decisiones difíciles.
Editado: 03.08.2025