Nueva York. Invierno de 2012.
Tenía veinte años, una cámara prestada y demasiados sueños cosidos al abrigo. Caminaba por las calles del Lower East Side con los dedos congelados y el alma ardiendo. Me sentía viva. Indestructible. Como si el mundo entero estuviera esperándome para fotografiarlo.
Vivía en un diminuto apartamento compartido con otras dos estudiantes, una francesa adicta al jazz y una brasileña que bailaba samba a las tres de la madrugada. Todo era ruido, fiesta, estudios, una vida un poco caótica, pero era un caos hermoso. No tenía dinero, apenas comía bien, y aun así… jamás me había sentido tan feliz.
Estudiaba fotografía en una pequeña academia artística del Village. Mis profesores eran intensos, bohemios, exigentes. Recuerdo a uno en especial, el profesor Whitman, que solía decirnos.
—No disparen la cámara buscando lo perfecto. Disparen buscando lo verdadero.
Y eso hacía yo. Capturaba sombras, manos temblorosas, grafitis que hablaban más que una editorial. Me gustaban las cosas rotas, los rostros sin maquillaje, las historias que no buscaban likes. En esa época, conocí también a Daniel.
Él era un año mayor, estudiante de periodismo, siempre con un cuaderno entre los brazos y las palabras a flor de piel. Nos conocimos en la cafetería, en una exposición colectiva donde ambos habíamos colaborado, él con un texto, yo con una fotografía. Su historia hablaba de una mujer que huía de sí misma. Mi foto era una calle vacía y una taza de café en equilibrio sobre una barandilla.
—Tu imagen le dio sentido a mi historia —me dijo esa noche.
—Tu historia le dio alma a mi foto —le respondí, sonriendo.
Así empezó todo.
Las primeras semanas fueron como una película francesa: largas caminatas, debates sobre arte, risas compartidas con vino barato y jazz sonando en el fondo. Me hacía sentir especial, vista. Como si mi mirada tuviera valor. Como si mis silencios no fueran un problema para él.
Pero el amor, a veces, se disfraza de admiración… y también de necesidad.
Él era apasionado, sí, pero también egoísta. Quería todo de mí, pero daba poco. Se enfadaba cuando mis fotos tenían más impacto que sus textos. Me decía que debía "ubicarme", que lo mío era un pasatiempo, no una carrera. Yo lo justificaba todo. El estrés, los celos, su "intensidad creativa".
No lloré delante de él. Salí del apartamento con mi cámara colgada al cuello y caminé hasta que los pies me comenzaron a doler. Esa noche tomé la mejor foto de mi vida: mi reflejo en una vitrina, ojos hinchados, labios temblando… pero de pie. Firme.
Volví a casa, empaqué mis cosas y dos días después estaba en un apartamento de alquiler para mí sola. Fue el final de mi primera etapa. Y el principio de una nueva versión de Emma.
Aunque seguía saliendo con Daniel, no sé por qué, tal vez porque era un poco golfete y me gustaban los chicos malos. Yo también era muy alocada, y me quedaba mucha vida por recorrer y muchas cosas por vivir.
Recuerdo cómo nevaba esa noche. Nueva York parecía un lienzo en blanco, y yo… una sombra más entre millones. No tenía familia cerca, ni amigos que pudieran entender la mezcla de rabia, tristeza y liberación que llevaba dentro. Pero tenía mi cámara, y eso me bastó.
Caminé hasta el puente de Brooklyn. Era un lugar cliché, lo sabía, pero también tenía algo mágico. Los autos pasaban sin prestarme atención. La ciudad seguía su curso sin importar si yo lloraba o no. Me senté en un banco helado, apreté la cámara contra el pecho y cerré los ojos.
Recordé a mi madre, diciéndome antes de subirme al avión.
—Haz lo que tengas que hacer, Emma, pero nunca dejes que nadie te cambie; decide siempre por ti misma.
Y por un segundo, sentí que tenía toda la razón del mundo. Las madres siempre la tienen, pero las hijas nunca las obedecemos; es nuestro primer error en la vida.
Volví a mi apartamento y no dije nada a mis compañeras. Me metí en la ducha, dejé que el agua arrastrara la pena y, al salir, empecé a escribir. No un artículo. No una crónica. Algo íntimo. Un diario. Por primera vez no escribía para otros, sino para mí.
Ya tenía mi diario, donde contaría mi vida.
Durante las siguientes semanas, Daniel intentó buscarme. Mensajes, correos, notas dejadas en mi buzón. Pero no respondí. No porque no me doliera. Sino porque entendí que el amor no debía doler así. No debía reducirme ni silenciarme. Y que si alguna vez alguien me amaba de verdad, me iba a amar con todo mi fuego, mi pasión y con todo el corazón.
Una mañana, en la academia, el profesor Whitman me pidió que me quedara después de clase.
—Emma —dijo, sentándose frente a mí con su eterno café frío en mano—. Vi tu último trabajo. Las fotos del puente, las de la calle, tu autorretrato en la vitrina. ¿Qué te pasó?
—Crecí —respondí, sin titubear.
Él sonrió.
—Entonces es hora de que expongas sola.
Esa frase me acompañó siempre.
Fue mi primer reconocimiento. Mi primera exposición en solitario, en una galería pequeña en Williamsburg. Mis compañeras me ayudaron a montar las imágenes y brindamos con vino barato en vasos de plástico. Era todo lo que podía soñar y más.
Y, sin embargo, poco después, decidí irme. Necesitaba cerrar ese ciclo. Dejar atrás la ciudad donde me habían roto el corazón, pero también donde había descubierto quién era. Así volví a casa con mis padres a White Plains. Con la cabeza alta, un currículum sin nombres rimbombantes y un portafolio lleno de fotos que hablaban de mí.
White Plains.
Habían pasado apenas dos semanas desde que tomé la decisión, pero ya parecía una eternidad. Me bajé del tren en la estación de White Plains con la mochila colgada al hombro y la cámara apagada, como si hasta ella necesitara un respiro. El cielo estaba cubierto, y el aire olía a pasto recién cortado. Ese olor siempre me hacía pensar en casa.
Mamá me esperaba en su coche, ese sedán azul que nunca quiso cambiar porque decía que tenía más historia que cualquier otro vehículo. Me saludó con una sonrisa sin preguntarme nada, sin exigirme nada; solo estaba ahí, recogiéndome con la mayor felicidad de una madre, estar con su hija.
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suspense, amor inesperado del destino, decisiones difíciles.
Editado: 03.08.2025