Amor Salvaje

Capítulo 83º Sinceridad.

Emma cerró la puerta de casa. Apoyó la espalda contra la madera y se quedó un instante allí, en silencio, mientras su chihuahua le rascaba la pierna.

—Ya va, mi vida —dijo, alzándolo y dejando que le lamiera la barbilla.

Ese encuentro con Cole no había sido casual. Era de esos giros del destino que te golpean sin previo aviso, como una ola que te arrastra hacia el mar y te hace caer. Había pasado demasiado rápido y, sin embargo, la mirada de él aún le quemaba por dentro.

Le sirvió agua al perro y fue directa al baño. El espejo no mentía: tenía la cara más pálida de lo normal y esa expresión suya de "me hago la fuerte" que usaba desde que había decidido empezar de cero. Pero por dentro… por dentro era otro cantar.

Mientras preparaba la cena —algo sencillo, porque no tenía ganas de complicarse—, su mente volvió a repasar cada palabra del encuentro. Cada pausa. Cada mirada de Cole.

—¿Él pensará en mí todavía? —¿O solo fue cordialidad? —murmuró.

Ya con el plato caliente en la mesa y su chihuahua sentado como espectador de lujo, Emma abrió el portátil. El artículo para la revista local ya estaba publicado y había tenido buena acogida. Incluso su redactora jefe, Lucía, le había enviado un mensaje felicitándola.

Sonrió. Aunque fuera pequeño, era un paso. Uno más hacia la mujer que quería ser: fuerte, libre, con un trabajo digno y una vida en la que no dependiera de nadie.

Y justo cuando disfrutaba de un poco de calma, su móvil vibró. Un mensaje de Charlie.

¿Todo bien? Hoy te noté un poco… distraída. Si necesitas hablar, sabes que aquí estoy.

Emma suspiró, con gratitud y al mismo tiempo con culpa. Charlie era un buen hombre. Tal vez demasiado bueno. Pero ella no estaba lista para nadie más. Ni siquiera sabía si algún día lo estaría.

Gracias, jefe. Solo fue un día largo. Nos vemos mañana.

Apagó el móvil, cerró el portátil y fue hasta el sofá con su manta favorita. Se acurrucó con el perro en el regazo y se puso a llorar. No por tristeza. Ni siquiera lloraba por Cole. Sino por ella misma. Por todo lo que había aguantado, vivido y por lo que estaba logrando… y por lo que aún le dolía.

Porque aunque estuviera rehaciendo su vida… hay heridas que solo el tiempo —y la verdad— podrían curar.

Emma cerró los ojos y respiró hondo. Se dijo a sí misma que mañana sería otro día, que no podía seguir permitiéndose caer en pensamientos del pasado… pero su mente la traicionaba. Volvió a la imagen de Cole, a su mirada intensa, al leve gesto de sorpresa que cruzó su rostro cuando la vio entre los estantes del supermercado.

Se obligó a sí misma a levantarse del sofá, recoger el plato sin terminar de la mesa y lavar los cacharros en la cocina. El ruido del agua corriendo le sirvió de salvavidas. Le gustaba hacer cosas prácticas cuando el corazón se le iba por las ramas. Limpiar. Ordenar. Doblar ropa. Así sentía que tenía el control y evitaba los recuerdos.

Más tarde, cuando ya se había puesto su pijama de algodón suave y se había recogido el pelo en un moño, se metió en la cama con su perro acurrucado a sus pies. El silencio de la casa a veces se hacía más pesado de lo normal y esa noche... Abrió el cuaderno donde anotaba ideas para sus artículos y lo miró sin escribir nada. Las palabras no fluían, no con esa nube emocional que tenía flotando sobre su cabeza.

Recordó entonces una de sus clases favoritas de la universidad, cuando era estudiante de fotografía en Nueva York. El profesor, un hombre mayor con barba blanca y ojos brillantes, siempre decía.

—Las mejores imágenes nacen cuando el corazón duele. Porque ahí es donde habita la verdad.

Emma lo entendía ahora más que nunca.

Se levantó de nuevo, descalza, y fue hasta su pequeño rincón de trabajo. Sacó su cámara, la antigua Nikon que la había acompañado en mil aventuras. Miró por la ventana. El pueblo en silencio, y la luna que se colaba entre las cortinas. Apuntó con la cámara y capturó el instante. No era una imagen para un concurso, ni para una revista. Era solo para ella. Para recordar ese momento. Ese vacío. Esa calma. Ese silencio.

Volvió a la cama y, antes de apagar la luz, revisó de nuevo el móvil. Esta vez no había mensajes, pero sí una notificación de su cuenta de fotografías. Una chica joven había comentado una de sus últimas imágenes. “Gracias por capturar lo que yo no sabía que me hacía sentir.”

Emma sonrió, y por primera vez en todo el día, fue una sonrisa de felicidad. Tal vez no lo tenía todo resuelto. Aun todo le dolía demasiado. Pero estaba viva, avanzando, aunque a su propio ritmo.

Y esa noche, mientras el sueño la vencía, pensó en lo que escribiría al día siguiente. Tal vez sobre los reencuentros inesperados. Sobre cómo todo lo vivido en el pasado a veces regresa para enseñarte que ya no te domina. Que no eres tan débil.

O tal vez… solo sobre una mujer que, paso a paso, estaba aprendiendo a quererse otra vez.

Esa idea la acompañó incluso al día siguiente. Se despertó antes del amanecer, con el cielo aún cubierto por un gris profundo que apenas comenzaba a aclararse. Se puso un abrigo encima del pijama y salió al pequeño porche delantero con una taza de café caliente entre las manos. Su chihuahua la seguía como una sombra fiel, y juntos observaron cómo el día se abría paso lentamente.

Le encantaba esa tranquilidad. A veces, cuando el pasado no le venía a los pensamientos, podía decir que era feliz con muy poco. Una taza de café, su perro, el canto de los pájaros y el aire frío de la mañana. No necesitaba más…

Volvió adentro con los dedos fríos. Preparó sus cosas para el trabajo y eligió uno de sus pañuelos de colores vivos. Siempre le gustó añadir un toque personal a su ropa, incluso si solo iba a atender mesas. Quería sentirse ella misma, sin importar dónde estuviera.

La cafetería ya tenía actividad cuando llegó. El olor a pan recién hecho y café tostado se olía al pasar por la puerta del local. Saludó con una sonrisa a sus compañeras y entró directa a la cocina a dejar su abrigo. Charlie la vio desde la barra y levantó una ceja en señal de saludo. Era un hombre discreto, pero siempre atento.




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