Emma colocaba una bandeja con tazas mientras Charlie revisaba las cuentas detrás de la barra. Era uno de esos días tranquilos en los que todo parecía ir con demasiada tranquilidad. Un día de pocos clientes. Hasta que la campanita de la puerta sonó.
Emma levantó la mirada. Entró un hombre alto, de porte firme, con la chaqueta abierta, dejando ver el torso trabajado bajo una camiseta ajustada. La piel ligeramente bronceada y el cabello oscuro algo revuelto que le daba un aire salvaje, pero no desaliñado. Tenía la barba recortada y unos ojos castaños y enormes, además de una sonrisa preciosa.
—Buenos días —dijo con acento extranjero. Español. Profundo y marcado.
Emma se quedó parada un instante, sujetando la bandeja con fuerza. No era habitual ver caras nuevas en el pueblo, y mucho menos una como aquella.
—Eh... buenos días —respondió, intentando que su voz no titubeara.
—¿Tenéis algo fuerte? He estado fuera desde el amanecer con los caballos y necesito algo que me despierte —dijo, apoyando una mano sobre el mostrador.
Charlie se acercó con una sonrisa, pero lanzando una rápida mirada a Emma, que aún lo observaba como si hubiera salido de un anuncio de perfumes.
—Aquí tenemos buen café. Y buenas manos para servirlo —bromeó el jefe, guiñándole un ojo a Emma.
—Ahora mismo te lo preparo —dijo, dándose la vuelta mientras sentía su corazón golpearle el pecho.
Mientras servía el café, podía escuchar la conversación entre el nuevo cliente y Charlie. Descubrió que se llamaba Álvaro, que venía desde Sevilla y que estaba trabajando en un rancho importante a las afueras del pueblo como domador de caballos. No era un cualquiera. Su tono educado y seguro, su postura y su presencia... todo en él desprendía fuerza y control.
Emma colocó la taza sobre la barra con delicadeza. Álvaro le dedicó una sonrisa, de esas que nacen en la comisura de los labios y no necesitan palabras para dejar huella.
—Gracias, preciosa.
Ella pensó. ¿Lo había dicho con naturalidad? ¿O a propósito?
Volvió a la cocina sin decir nada, con el corazón acelerado y un cosquilleo en el estómago. No sabía si era nervios, interés… o peligro.
Charlie apareció detrás con una ceja levantada y los brazos cruzados.
—¿Qué fue eso?
—¿Qué cosa? —Emma fingió distraerse con unas tazas.
—Emma... eres una caja de sorpresas cuando algo o alguien te gusta. Y ese tipo te gustó, lo vi en tus ojos.
Ella se giró, suspirando.
—No lo sé. Es nuevo. Es… demasiado.
Charlie la miró en silencio unos segundos, luego habló con tranquilidad.
—Ten cuidado. La gente nueva no siempre viene sin equipaje.
Emma sonrió sin alegría, entendiendo el mensaje. Charlie siempre la protegía de un modo paternal y discreto.
Más tarde, cuando Álvaro terminó su café y se acercó a pagar, volvió a mirarla de forma directa.
—¿Eres tú la dueña de este lugar?
—Co-propietaria —respondió, sin saber por qué.
Él la miró, con una media sonrisa, sacando unos billetes y dejándolos sobre la barra.
—Entonces volveré. Me gusta el sitio… y el café.
Antes de que pudiera responder, él se giró y salió del local con fuertes pasos. Emma lo siguió con la mirada hasta que la puerta se cerró detrás de él. Se quedó inmóvil unos segundos, sintiendo que algo pasaba en su interior.
Y no sabía si era bueno… o malo.
Emma intentó centrarse en el trabajo el resto del día, pero le fue imposible. Cada vez que recordaba la sonrisa de Álvaro o su voz profunda pronunciando su nombre, sentía un cosquilleo por el cuerpo. ¿Por qué le había afectado tanto un desconocido?
Cuando cerraron la cafetería esa tarde, decidió dar un paseo para despejar la mente. El aire fresco del pueblo, con sus casas tranquilas, sus caminos de tierra y el olor a leña quemada en las chimeneas, solía tranquilizarla. Llevaba a su pequeño chihuahua en brazos, envuelto en una manta, porque el frío de diciembre ya comenzaba a apretar.
Se detuvo frente al parque que quedaba a unas calles del local, junto al sendero que llevaba a los establos de las afueras. Lo conocía bien: el olor a heno y a cuero mojado era parte del alma del pueblo.
—No me digas que también vienes a ver caballos —dijo una voz a su espalda.
Emma se giró de inmediato. Ahí estaba él. Álvaro, vestido con ropa de trabajo, las botas cubiertas de barro y las mangas arremangadas hasta los codos. Parecía salido de una escena cinematográfica.
—No, solo paseo al pequeño —dijo Emma, señalando a su chihuahua, que lo miraba con ojos enormes.
—Vaya guardaespaldas. —Seguro que me ataca si me acerco —bromeó.
Emma no pudo evitar reír. Álvaro se agachó, estirando una mano hacia el perrito, que olisqueó con curiosidad antes de dejarse acariciar.
—Tiene buen gusto —murmuró él, sin apartar la vista de ella.
Emma tragó saliva. Había algo en Álvaro que le recordaba a los hombres que ella solía evitar: seguros de sí mismos, con encanto natural… pero peligrosos.
—¿Tú vives aquí o solo trabajas en el rancho?
—De momento solo trabajo. Pero me gusta el ambiente. Es… tranquilo —dijo, observándola.
—¿Y cómo terminaste domando caballos en este rincón del mundo?
—Me ofrecieron el trabajo y no me lo pensé. —A veces hay que moverse lejos para encontrar trabajo y estabilidad —respondió.
Caminaron un poco más, sin darse cuenta. El sol comenzaba a ocultarse tras las montañas y el aire se volvía más frío. Emma sentía que estaba cruzando una línea. Álvaro caminaba a su lado, sin invadir su espacio, pero con una presencia que se hacía notar.
—¿Sabes que en España no tenemos lugares como este? —dijo él, contemplando los árboles—. Todo está más lleno de edificios, más ruidoso… todo es más rápido.
—Entonces puede que esto te haga bien —respondió Emma en voz baja.
—¿Y tú? ¿Qué haces aquí?
—Digamos que también busco tranquilidad. —O algo que se le parezca —respondió, apretando un poco más a su perrito.
#1940 en Novela contemporánea
#11715 en Novela romántica
suspense, amor inesperado del destino, decisiones difíciles.
Editado: 03.08.2025