Amor Salvaje

Capítulo 85º Álvaro.

Emma no se había propuesto cruzarse con Álvaro de nuevo tan pronto. Pero el destino, testarudo como siempre, tenía sus propios planes.

A la mañana siguiente, mientras barría la entrada de la cafetería antes de abrir, lo vio pasar montado a caballo por la calle principal del pueblo. El trote del animal era elegante, y Álvaro lo guiaba con una soltura que dejaba claro que no solo lo hacía bien, sino que lo disfrutaba.

Llevaba un sombrero vaquero, gafas de sol y una camisa remangada hasta los codos. Algunas mujeres que paseaban con sus niños se giraron al verlo pasar. Él saludó con una inclinación de cabeza, pero sus ojos, aunque ocultos por los cristales oscuros, parecían buscar solo un rostro.

El de ella.

—Buenos días, Emma —dijo desde lo alto del caballo, deteniéndose justo frente a ella.

—¿A estas horas ya trabajando?

—Hay yeguas nuevas en el rancho. Las revisamos al amanecer —respondió—. Pero me he prometido una buena taza de café cada mañana, así que… aquí estoy.

Emma sonrió, fingiendo indiferencia, pero el corazón le latía más rápido de lo que le habría gustado.

Álvaro desmontó con elegancia. Amarró al caballo frente al local y se sentó en la terraza.

Durante todo el desayuno, sus ojos se cruzaban más de una vez. Emma intentaba centrarse en sus tareas, pero era imposible. Él no coqueteaba abiertamente y, sin embargo, lo hacía todo el tiempo. Con su mirada, con su presencia, con la forma tranquila en que la observaba, como si leyera sus pensamientos y supiera que no estaba acostumbrada a eso.

Al día siguiente, ocurrió de nuevo. Esta vez fue en la tienda de alimentos, cuando Emma hacía la compra para la cafetería.

—¿Nos volvemos a encontrar o estás empezando a seguirme? —bromeó él, desde el pasillo de frutas.

—Estoy empezando a pensar que eres tú el que me sigue a mí —dijo ella, con una sonrisa tímida.

—¿Y si te dijera que sí?

Emma rió. Él se acercó y dejó en su cesta unas manzanas verdes.

—Prueba estas. Son mejores que las rojas. Ácidas, como la gente interesante.

—¿Insinúas que soy ácida?

—Insinúo que eres interesante.

La forma en que la miró después hizo que Emma perdiera el hilo de lo que iba a responder. Fingió mirar los estantes, distraída, pero cada parte de su cuerpo estaba temblando.

Pagaron casi al mismo tiempo. Al salir, Álvaro se ofreció a llevarle las bolsas hasta su coche.

—No hace falta, puedo sola.

—No dudo de eso. Pero déjame hacerlo igual.

Caminaron lado a lado bajo el cielo grisáceo. El invierno se aproximaba, y Emma sentía cómo el aire parecía más suave cuando él estaba cerca.

Cuando llegaron al coche, ella abrió el maletero y él colocó las bolsas con cuidado.

—¿Sabes que me recuerdas a alguien? —dijo él de pronto.

Emma lo miró, curiosa.

—¿A quién?

—A una chica de mi barrio, en Sevilla. Nunca decía lo que pensaba, pero lo llevaba todo en la mirada. Como tú.

Emma sintió que su pecho se apretaba. Era extraño. Llevaba semanas sintiéndose desconectada del mundo, atrapada entre su pasado con Cole y su presente confuso. Pero Álvaro, con su acento y su forma de mirar, la traía de vuelta a ella misma… o a una parte que creía perdida.

—Gracias por ayudarme —dijo, mientras subía al coche.

—Gracias por dejarme —respondió él, apoyándose en la puerta por un instante. Emma… ¿Tienes planes este fin de semana?

Ella lo miró, sorprendida por la pregunta tan directa. Dudó. No porque no quisiera responder, sino porque algo dentro de ella gritaba que debía decir que sí… y otro lado, más prudente, le pedía que se protegiera.

—Trabajo —respondió finalmente.

—Qué lástima. Había pensado en enseñarte cómo se doma un caballo salvaje.

—¿Y si soy yo la que no puede ser domada? —replicó ella, sin pensarlo.

Él sonrió, con los ojos fijos en los de ella.

—Entonces tendrás que enseñarme tú.

Y se alejó, dejándola con el alma en vilo y el estómago lleno de mariposas.

Esa noche, Emma se acurrucó con su chihuahua en el sofá, sin encender la televisión, sin poner música. Solo el sonido del reloj marcando las horas. Su mente no podía dejar de reproducir los momentos con Álvaro.

Porque algo estaba ocurriendo.

Y aunque aún no entendía el rumbo, sabía que, inevitablemente, estaba empezando a cambiar.

Al día siguiente.

Emma le sirvió el café en la barra, intentando no fijarse demasiado en sus manos grandes y en su voz ronca al darle las gracias. Álvaro no era del tipo que hablaba por hablar; cada palabra suya parecía estar bien medida, como si prefiriera observarla en silencio antes de lanzarse a opinar.

—¿Te gusta vivir aquí? —preguntó él, sin rodeos.

—Es tranquilo. Me gusta la calma, el bosque, el cielo limpio... —contestó ella, sentándose frente a él por unos segundos. ¿Y tú? ¿Te quedarás mucho tiempo?

—Dependerá del trabajo... y de lo que encuentre aquí —respondió, con una leve sonrisa que no pasó desapercibida para Emma.

Ella desvió la mirada hacia la calle, disimulando la incomodidad que le provocaban esas miradas suyas tan directas. Tenía algo en la forma en que la miraba. Y eso la ponía nerviosa.

Se sentía como una adolescente, con su primer amor.

El resto del día transcurrió con normalidad, aunque Emma se sorprendió a sí misma mirando por la ventana de vez en cuando, esperando volver a verlo pasar.

Dos días después, lo encontró en la tienda de suministros para animales. Ella estaba eligiendo comida para su pequeño chihuahua, mientras que él revisaba una estantería de productos para caballos.

—¿Otra vez tú? —bromeó él al verla.

—El pueblo es pequeño —respondió ella, alzando las cejas. Si coincidimos una cuarta vez, ya será destino.

—Entonces espero que no tardes mucho en volver a salir —replicó él, sin apartarle la mirada.

Emma sintió el rubor subirle por las mejillas. Agradeció que él se girara en ese instante para pagar, dándole un respiro. Tenía las mejillas coloradas y sentía el calor en su rostro.




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