Amor Salvaje

Capítulo 89º Sueños.

Me desperté con la garganta seca y el corazón extraño. No sabría decir si había dormido bien o no, pero lo cierto es que desde el encuentro con Álvaro, algo dentro de mí había empezado a cambiar. No era amor, ni siquiera un deseo evidente, pero sí una especie de… ¿Inquietud?
Quizás solo fuera su mirada, o ese acento español que me volvía loca.

Respiré hondo mientras acariciaba la cabeza de mi chihuahua, que dormía acurrucado a mi lado. Me levanté, preparé café y puse algo de música suave, buscando distraerme. El día prometía ser tranquilo: trabajar en la cafetería, organizar la despensa, hacer algunas llamadas. Nada fuera de lo común.

A media mañana, cuando salí al callejón lateral para tirar unas cajas vacías al contenedor, me lo encontré de frente. Sudado, con la camisa medio desabrochada y unos vaqueros gastados que dejaban poco a la imaginación. Caminaba con una caja de herramientas en la mano, y me regaló una sonrisa.

—Buenos días, Emma —dijo con esa voz que ya sabía usar a su favor. ¿Nos cruzamos otra vez o me estás siguiendo?

—Claro que no —respondí riendo, algo nerviosa. Solo vine a tirar esto.

—Y yo a arreglar una verja en la casa de al lado. Pero si vamos a seguir cruzándonos así... debería invitarte a un café, ¿no?

—Trabajo en una cafetería —respondí. Tendrás que esforzarte más si quieres impresionarme.

—¿Y si te llevo a montar a caballo? —replicó con picardía.

Me reí, encogiéndome de hombros antes de regresar dentro. Y lo sentí. Sentí su mirada clavada en mi espalda hasta que desaparecí tras la puerta.

Las horas pasaron lentas. Serví capuchinos, limpié mesas, charlé con clientes. Pero en cada descanso, me sorprendía pensando en él. En su forma de mirarme. En lo diferente que era a Cole y en lo peligrosamente atractivo que resultaba.

Intenté no juzgarme. Yo no era de las que buscaban sustitutos, ni de las que se enamoraban dos veces de forma fácil. Cole seguía ahí, tan clavado en mí como siempre. Aunque hubiera distancia, aunque su silencio me doliera. Él era… mi historia. O al menos eso creía hasta ahora.

A media tarde, cuando la cafetería ya estaba casi vacía, vi a Álvaro apoyado en la barra, esperándome. Llevaba una camisa limpia, el pelo algo revuelto y una flor silvestre en la mano.

—Para ti —dijo, extendiéndomela.

—¿Qué es esto? ¿Un intento de soborno?

—Un gesto bonito. Los gestos bonitos escasean últimamente, ¿no crees?

Lo miré en silencio. Aquel hombre era como una tormenta que se avecinaba, lo sabía. Y aun así, una parte de mí quería mojarse bajo su lluvia.

—No busco complicaciones —le dije, directa.

—Y yo no vengo a complicarte. Solo a conocerte. El resto… que lo decidan los días.

Suspiré, tomando la flor y dejando que nuestras manos se rozaran.

Esa noche, al llegar a casa, encendí la lámpara del salón y me senté en el sofá con mi taza de té. Mi pequeño chihuahua subió a mi regazo como cada noche. Acaricié su lomo sin apartar la vista de la ventana.

Recordé la sonrisa de Cole, su voz, sus besos.

Y luego recordé a Álvaro, su seguridad, su mirada limpia.

No tenía nada claro. Solo sabía que empezaba a sentir algo nuevo. Y lo nuevo también podía ser la chispa de un nuevo comienzo.

Pero... ¿Estaba lista para eso?

Al día siguiente.

Me desperté con una sensación extraña en el pecho. Como si algo dentro de mí se hubiese removido durante la noche, pero sin tener claro el motivo. O quizás sí… y no quería admitirlo.

Desde que conocí a Álvaro, no había pasado un solo día sin pensar en él. En su forma de moverse, en cómo hablaba, en esa risa descarada que soltaba cuando me lanzaba una de sus frases. No era amor, ni mucho menos. Pero había algo. Una curiosidad. Una atracción que empezaba a volverse incómoda.

Lo peor —o lo mejor— era que no tenía ni idea de qué buscaba él en mí. Yo no buscaba ninguna aventura pasajera.

Intenté distraerme con las tareas del día, pero no sirvió de mucho. Las horas parecían alargarse, al igual que mis pensamientos difusos y miradas furtivas a la ventana, esperando tal vez que él apareciera de nuevo. Como si de pronto la calle se hubiese vuelto el escenario perfecto de nuestros simples encuentros casuales.

Fue a media mañana cuando lo vi de nuevo. Estaba arreglando una cerca a unos metros de la cafetería, arremangado, con el torso medio cubierto por una camiseta pegada al cuerpo. El sudor le marcaba el cuello, y su piel morena brillaba bajo el sol.

—¿Me estás siguiendo? —bromeé, saliendo con una caja en brazos hacia el callejón.

Él levantó la vista y me regaló esa sonrisa, como casi siempre. Alegre lo era y muchísimo.

—Te juro que esta vez es coincidencia… aunque si me das cinco minutos, podría inventar una excusa para volver a verte esta noche.

—¿Siempre eres así de directo?

—No. Pero contigo no me sale otra cosa.

Me quedé en silencio. A veces, un silencio simple puede meterse bajo la piel más rápido que un beso.

Volví adentro, con el corazón latiéndome a cien en el pecho.

Por la tarde, cuando terminé el turno, decidí salir a caminar. Necesitaba despejar la cabeza, poner orden a todo ese lío emocional que empezaba a inquietarme más de la cuenta.

Tomé uno de los senderos que rodeaban el pueblo y lo vi. Álvaro estaba sentado en una roca junto al río, fumando un cigarro y con la mirada perdida en el agua.

—¿Vienes siempre a este lugar? —pregunté, acercándome.

Él giró la cabeza despacio, sin sorpresa.

—Solo cuando quiero olvidarme de todo.

—¿Y hoy? ¿Qué quieres olvidar?

—A mí mismo —respondió, sin rastro de ironía. A veces siento que tengo tantas cosas dentro… que necesito relajarme.

Me senté a su lado. No hablamos por unos minutos. Solo escuchamos el sonido del agua fluyendo, el canto de los pájaros, el leve crujir de las ramas con el viento.

—Yo también me siento así a veces —confesé en voz baja.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.