Me había prometido mantener la distancia. Jurar que todo lo que sentía por Álvaro era simple curiosidad, una chispa pasajera que no tendría consecuencias reales. Pero mentirme nunca me ha servido de nada. Y ahora mismo, en esta historia a medio escribir que es mi vida, ya no puedo negar que hay una parte de mí que quiere verlo, escucharlo, sentirlo cerca.
Y esa parte gana terreno.
Fue él quien apareció en la cafetería esa mañana, con su andar despreocupado, sus vaqueros ajustados manchados de tierra y esa sonrisa que cautiva miradas.
—Buenos días, ¿te molesta si me quedo aquí a tomar un café?
—Estás preguntando por educación, porque ya estás dentro.
Álvaro se rió, dejando caer su sombrero sobre una silla.
—Sabía que me darías la bienvenida.
Me giré hacia la cafetera para disimular la sonrisa.
—Tú estás muy convencido de ti mismo, ¿eh?
—No. Estoy convencido de lo que pasa cuando te miro.
¡Maldita sea! Tenía un talento sobrenatural para dejarme sin defensa.
Después de servirle el café, me senté frente a él por unos minutos. El local estaba tranquilo, y necesitaba ese momento para respirar.
—No sé si eres peligroso o si simplemente juegas muy bien a esto.
—No estoy jugando, Emma. A ti no podría tomarte en broma ni aunque lo intentara.
Sus palabras fueron como un disparo en el pecho. Directo. Y a la vez... dulce. Hacía tiempo que nadie me hablaba así.
—¿Qué es lo que realmente buscas?
Él se encogió de hombros.
—No lo sé. Tal vez un comienzo. Tal vez olvide algo. O encontrar a alguien que me devuelva la fe en las personas.
Lo dijo sin dramatismo. Como quien admite algo. Y yo me quedé sin palabras. Porque me vi reflejada en esas palabras.
Esa noche, mientras caminaba por la plaza, lo volví a encontrar. Sentado en el banco frente a la fuente, esperándome. ¡Esperándome!
—Hola otra vez —dije, algo nerviosa.
—Quiero invitarte a salir. Mañana. No una cita cualquiera. Quiero llevarte a un lugar especial. Tú y yo. Sin preguntas.
Lo miré, intentando averiguar si hablaba en serio. Pero Álvaro no jugaba. Lo supe desde el primer día.
—Está bien.
Su sonrisa iluminó mi noche.
El día siguiente, me pasó a recoger en una vieja camioneta que olía a cuero y pasto recién cortado. Condujo durante veinte minutos hasta llegar a una zona elevada, desde donde se veía todo el valle. Un lugar fuera del pueblo. Nos sentamos sobre una manta y compartimos comida, risas, anécdotas.
—Aquí vengo cuando necesito descansar —dijo, tumbado junto a mí—. Pero desde que llegaste tú... ya no lo necesito.
Me giré hacia él.
—Me gustas, Emma. Y no voy a hacerme el tonto y esperar a que esto no ocurra.
Su mano acarició mi mejilla. Contuve la respiración. Tenía miedo, ganas. Y confusión.
—No deberías acercarte más...
—Entonces dime que no quieres que lo haga.
No le dije nada. Porque quería. Porque no podía evitarlo.
Sus labios rozaron los míos, como una caricia. Fue un beso intenso, profundo, de esos que despiertan cada rincón dormido del alma. Nos separamos apenas para respirar, pero ninguno de los dos quiso romper el momento.
—Te voy a querer, Emma.
Aquel beso cambió algo en mí. Y yo lo sabía. El viento había cambiado de dirección. Y mi corazón, sin ninguna duda, empezaba a elegir otro rumbo.
El cielo estaba cubierto de nubes cuando Emma llegó a la cafetería esa mañana. El aire del pueblo olía a tierra húmeda y a café recién hecho. Nada parecía fuera de lo común, salvo el nudo persistente que llevaba en el estómago desde hacía días. Y no era precisamente por el trabajo o el clima, sino por la intensidad con la que Álvaro comenzaba a hacerse presente en su vida.
Él no era simplemente un hombre atractivo. Álvaro tenía ese tipo de presencia que llenaba el lugar. Cuando entraba, las conversaciones bajaban de volumen y las miradas se dirigían hacia él. Y aun así, parecía moverse con una tranquilidad que no pasaba desapercibida a cualquiera de las clientas femeninas que se encontraban en la cafetería. No era arrogante, sino seguro de sí mismo, como alguien que conoce su valor sin tener que demostrarlo a cada momento.
A media mañana, él apareció. Vestía jeans oscuros, botas de cuero polvorientas y una chaqueta marrón de lana gruesa que resaltaba sus hombros anchos. Tenía las manos grandes, marcadas por el trabajo con los caballos, y una sonrisa de esas que te gusta que te miren.
—¿Te queda una mesa libre o tengo que sobornar al cocinero? —preguntó, apoyándose en la barra.
Emma sonrió, aunque por dentro tenía un cosquilleo que le recorría todo el cuerpo.
—Para ti siempre hay sitio.
—Vaya, así da gusto empezar el día —dijo él.
Durante el desayuno, Álvaro no dejaba de mirarla. Hablaban de cosas simples —el rancho, los caballos recién nacidos, el clima—; cada momento que compartían parecía ir construyendo un puente entre ellos.
Al salir del local, Emma decidió que necesitaba despejar la cabeza. Fue a comprar algunas cosas al mercado y, para su sorpresa, volvió a encontrarse con Álvaro junto al puesto de fruta. Él sonrió como si el destino jugara a su favor.
—¿Otra vez tú? Vas a pensar que te sigo —bromeó él.
—Lo estoy empezando a sospechar —replicó Emma, divertida.
Caminaron juntos hasta el aparcamiento. Era extraño, pero fácil. No se sentía forzada. Álvaro no necesitaba llenar los silencios incómodos porque, simplemente, no los había. La conversación fluía, ligera y sin máscaras.
—¿Te apetece que demos una vuelta un día de estos? —preguntó él, deteniéndose junto a su camioneta.
Emma dudó. No por falta de ganas, sino porque algo dentro de ella seguía en otro lugar. En alguien más.
—No sé si estoy lista —le contestó.
—No te estoy pidiendo que lo estés. —Solo que me dejes intentarlo —dijo él, mirándola.
Ella no contestó. Y él no insistió más. Le abrió la puerta de su vehículo con un gesto de caballero, se despidió con una caricia en el brazo y se alejó.
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suspense, amor inesperado del destino, decisiones difíciles.
Editado: 03.08.2025