Amor Salvaje

CAPÍTULO 93º Respirar.

El cielo de Dallas amanecía cubierto de nubes grises, como grises y oscuros eran los pensamientos de Cole. El hospital tenía ese olor peculiar: desinfectante, medicamentos... y los pasillos siempre llenos de familias que visitan a sus enfermos. Y el traqueteo continuo de los médicos y las enfermeras en sus turnos de visitas a los pacientes.

Cole se sentó junto a la cama, sin apartar la vista de su hijo. El chiquitín dormía, con la mejilla pegada a la almohada y el brazo izquierdo vendado hasta el hombro. Sus párpados se movían levemente; quizás estaba soñando.

La puerta se abrió suavemente y Evelyn entró con una taza de té humeando entre las manos.

—Te traje esto —dijo en voz baja, dejando la taza sobre la mesita. No has tomado nada en todo el día.

Cole no respondió. Su mirada seguía clavada en el rostro tranquilo de su hijo. Al fin habló.

—Se ve tan frágil… tan pequeño.

—Es tu hijo, Cole. —Es fuerte —le respondió ella, acariciándole el hombro con ternura.

Aquella imagen lo perseguía día y noche: el cuerpo diminuto de su hijo siendo atendido por los médicos, la sangre, el sonido del monitor cardíaco. Era algo que no sabía manejar.

—No dejo de pensar que si no me hubiera alejado de él… —Susurró, con la voz ronca.

Evelyn lo interrumpió.

—No fue tu culpa. Y tú no te alejaste, lo dejaste en manos responsables. Has estado intentando construir tu vida después de todo lo que pasaste con Grace. No te castigues, hijo mío.

Cole se pasó una mano por el rostro y respiró hondo. Luego miró a su madre, por fin enfrentándola con la pregunta que venía evitando desde que llegó:

—¿Ella lo sabe?

—¿Ella… Emma? —preguntó Evelyn, aunque ya sabía la respuesta. No. No se lo he dicho. Me pareció que eso… te correspondía a ti.

El nombre de Emma con todo lo que había vivido con ella. la cabaña, la nieve, sus risas. Sus ojos. Su piel tibia bajo las mantas. Y su voz… diciendo su nombre como si fuera lo único importante en el mundo, en ese momento.

Pero eso era un universo aparte. Un lugar y una mujer que ahora parecían tan lejos de aquí.

—No sé si volveré —le confesó en voz baja.

Evelyn lo miró, muy sorprendida.

—¿Y se lo dirás así? ¿La vas a dejar con el corazón en la mano, sin ninguna explicación?

Cole se quedó en silencio.

—¿Tú la amas, Cole?

La pregunta... No necesitaba pensarlo. Lo sabía. Desde hacía mucho.

—Sí. Pero no sé si tengo derecho a pedirle que forme parte de mi vida. De mi pasado. De este niño, que no pidió nada de esto.

Evelyn se arrodilló frente a él y le tomó las manos.

—¿Y si ella ya forma parte de tu vida, sin que tú se lo hayas pedido? Las mujeres como Emma no aparecen dos veces, hijo. No dejes que el miedo decida por ti. Ella es una gran mujer y te quiere.

Un pequeño quejido interrumpió la conversación. El niño abrió los ojos lentamente, desorientado.

—Papá… —dijo, buscando con la mirada.

Cole se acercó enseguida, sentándose junto a él.

—Aquí estoy, campeón. Estoy contigo.

—¿Dónde está la señora bonita? —preguntó el pequeño, en su inocencia infantil.

Cole lo miró, confundido.

—¿Qué señora?

—La que soñé… la que me acariciaba la cabeza y me cantaba bajito. Era bonita, con ojos tristes pero dulces…

Cole sintió un escalofrío. ¿Emma? ¿Había llegado hasta los sueños del niño sin siquiera conocerlo?

—Quizás fue un ángel —dijo Evelyn, sonriendo al pequeño con ternura.

En su interior, Cole lo pensaba. Ese “ángel” tenía nombre. Y la estaba esperando.

Pero en realidad, en los sueños del pequeño, solo está Kiara. La mujer que siempre ha estado junto a él, cuidándolo y mimándolo desde que su madre partió.

Esa noche, cuando el niño por fin se quedó dormido, Cole salió al pasillo del hospital, nervioso. Necesitaba aire, necesitaba tranquilidad. Bajó hasta el estacionamiento y se apoyó en su camioneta. Sacó su teléfono. Pero, como siempre. Dudó.

Marcó el número.

La llamada no la hizo. La detuvo justo antes de sonar.

La cobardía era todavía más fuerte que el deseo.

Pero al mirar al cielo y ver las estrellas, como muchas veces las había visto junto a ella, Cole pensó en los ojos de Emma. En sus abrazos. En cómo lo había hecho sentir, después de tanto dolor. No podía vivir con esa ausencia… La echaba mucho de menos.

Quizás no podía ofrecerle una vida perfecta.

Pero sí podía luchar por ella. Explicarle todo como se merecía y tenerla a su lado para siempre.

En ese momento, y con el pequeño más recuperado, supo que tenía que volver. Tenía que darle una madre a su hijo y qué mejor que Emma. Confiaba en ella, y la amaba, no había mejor motivo.

Horas más tarde, ya de madrugada, Cole entró en la habitación del niño con una decisión en sus pensamientos. Se sentó en la silla junto a su cama, sacó su portátil y empezó a escribir. No era un mensaje breve ni una explicación. Era una carta para ella. Una carta para Emma.

Con cada palabra que tecleaba, soltaba parte de su miedo, de su dolor, de su pasado. Y con cada línea, tejía un puente hacia ella. Tal vez en esas palabras había soltado lo que llevaba dentro y no se atrevía a decirle. Cuando terminó, respiró hondo y la guardó en su correo. No la envió aún. Pero lo haría.

Después, se recostó en la silla, tomando la mano de su pequeño.

—Te prometo que haré las cosas bien esta vez —le susurró.

Y con esas palabras, se quedó dormido.

Evelyn entró en la habitación sin hacer ningún ruido y vio la imagen más bella del mundo: su hijo y su nieto juntos, dormidos y agarrados de la mano. Se le cayeron las lágrimas sobre sus mejillas, unas lágrimas de felicidad.

Una imagen que guardara para siempre.

El amor de una madre y abuela unidos en un mismo corazón.




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